Quito, 24 jul (La Calle).- A falta de cuatro kilómetros para que la Locomotora del Carchi llegue a la meta de la prueba de ruta de los Juegos Olímpicos Tokio 2020+1, Alex Cárdenas, uno de los millones ecuatorianos, enciende su cámara.
Lo único que rompe la penumbra de la madrugada carchense es la luz que emana la televisión. Las imágenes muestran a Richard pedaleando como un desatado, viendo de cuando en cuando hacia atrás, pero con la mirada fija en la meta. A cada pedaleada, Alex repite “Dale, Richard, dale mijo, vamos por esa medalla. Dale, Richard, dale, hijueputa, dale”.
Quedan 3,6 kilómetros para llegar a línea de meta y Alex sorbe los mocos, limpia las lágrimas. “¡Ay, qué alegría!”, dice, porque sabe lo que se viene. Ya le vio la mirada, ya sabe que nada lo detendrá.
“Vamos, Richitard, vamos”, casi susurra y sus palabras abrigan el frío ambiente de la casa. “Vamos, tres doscientos, tres doscientos”, grita, como si quisiera empujarlo, en esos 3,2 km., como si quisiera que ya se acabe la espera, esos años de espera que llevan desde que a Richard le diera por dominar la bici azul y sin ruedas hallada en un basural.
“Vamos, mijo, vamos locomotora, hágale, papito, hágale”, repite cuando ya llega al registro de dos kilómetros a meta. La voz se quiebra, la mirada se nubla, la mano tiembla y allá, en un segundo plano sonoro, apenas audible, en medio de las sombras del cuarto frío se ve una mano que se levanta, que hace la señal de la cruz frente al televisor. Y una mínima voz que repite “Vamos, mijo, vamos, vamos”.
“Vamos, Richard, vamos, hijueputa, hoy es”, dice Alex y en su voz se oye la de millones, con insulto y todo, porque la vida a veces entrega alegrías a las que solo se puede responder desde la rabia de quien nada ha tenido y ahora ve acercarse algo a sus manos. Ese “vamos, hijueputa”, lo dijimos millones de ecuatorianos que también lloramos con la gesta olímpica de este monstruo del ciclismo mundial.
Cuando ve dudar a sus rivales y que la diferencia aumenta, ya la alegría es incontenible. “Vamos, mijo, por tu familia, por tus papás, por el Ecuador. Vamos por Latinoamérica, Richard, vamos ahí”, grita, tapa un poco su boca, se presiona el pecho, el puño cerrado, el llanto ya es un personaje más, con vida propia en esta historia.
Ya no puede, ya no quiere estar solo, se va a otra habitación: la oscuridad rota por otro televisor que muestra al campeón, que ilumina otros familiares que también lloran, que saltan, que se abrazan.
Ahora se hace la luz, que ilumina todavía más la humildad del lugar. Hay globos de alegrías pasadas, globos que ahora se reciclarán. Pero estas lágrimas son nuevas, esta alegría es nueva, esta medalla y esta historia son nuevas.
Ya las emociones y las palabras se confunden. Richard llega a los últimos 500 metros y se sabe imbatible. Alex grita “¡Verraco! ¡Verraco!” y es como si la voz llegara hasta los oídos de Richard, que golpea dos veces el manubrio de su bicicleta, también debe pensar para sus adentros: “¡Verraco! ¡Verraco!”.
La caravana que se organizó desde el parque central de Tulcán hasta la casa de la familia Carapaz Montenegro dice que de entre las hendijas de esas puertas de madera salía una luz, una luz dorada, que rompía el frío del páramo, que iluminaba la carretera y las montañas. ¿Quién podría contradecirlos?
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