Santiago Aguilar Morán / @literatango
Quito, 26 abr (La Calle).- La última vez que Jordi huyó, llegó Quito con una herida de bala en la pierna, con la mano izquierda abierta de un tajo de cuchillo. Ese día volteó la mirada una vez más solo para que se le quedara una enorme tristeza en las pupilas de ver su casa quemarse, su hija escapar con la madre, y sus ganas de ser feliz convertidas en ceniza, otra vez. En la capital lo atrapó la pandemia del Covid-19.
Es dicharachero, burlón, y repite sus datos como si de una oración se tratara, con pelos y señales y ganas de volver: “Me llamo Jordi David Zambrano Vinces, vivo en la Cooperativa 22 de abril de Isla trinitaria, frente al tanque de agua”. Ese apego a su lugar de residencia dicho así, justo a lado de su nombre, es, en efecto, una plegaria. Quiere volver, allá lo espera su hija.
Jordi mira al piso, mueve las manos, intenta esconder la cicatriz en su manos, pero la mascarilla que se cae lo hace descuidar y a los rayos del sol se divisa la saña con la que aquel cuchillo zanjó piel y tendones. Pero esa no es la única herida que guarda. A los ocho años, cuando empezó su huida, llegó a Quito por primera vez, de la mano de su padre. Un día, simplemente dejó de verlo y ya huérfano de afecto, aterido por el frío y por la droga que empezó a consumir siendo aún un niño, halló refugio en las cuevas de la quebrada que dan al río Machángara.
“RTS me dio la mano. Ellos vinieron y me hicieron un reportaje y entonces pude salir. Fui a un centro de ayuda en Pomasqui. Ahí me rehabilitaron pero después ya salí y otra vez caí”, reconoce afligido.
Jordi es un sobreviviente. Lleva tatuado el nombre de su hija en el cuello. “Aquí está, mi pana”, dice orgulloso pero se da cuenta de que muestra la cicatriz y vuelve a esconder la mano, la guarda en el bolsillo de su pantalón negro con estampados de hojas de marihuana.
“Yo caigo y levanto, caigo y levanto”, asegura. “Esa es la vida que me ha tocado, pero voy a cambiar”, se jura a sí mismo, volteando la cabeza, como mirando allá atrás, a ver esa casa que otros pequeños traficantes como él incendiaron por disputar el territorio de venta de drogas.
Ahora está en el albergue que el Municipio de Quito instaló en el parque de El Arbolito. Esta burbuja en la que dice habitar prácticamente le cayó encima porque él ya dormía en el parque, a la intemperie, apenas resguardado por la ensenada y un árbol. Hoy tiene agua caliente, tres comidas y quisiera no huir más pero su espíritu es errante. “Si me he movido tanto es porque huyo para tener una vida mejor. Uno quiere huir de las drogas pero ellas lo están ya esperando allá donde uno llegue”, dice entre la resignación y la vergüenza.
“¿Sí me entiende? Yo lo que quiero es volver a ver mi hija. Eso es lo único que quiero. Aquí me tratan bien, pero sé que no es real. Que cuando salga me esperará el hambre, el peligro. Otra vez caer y levantarse. Pero tengo fe en que un día me podré detener y descansar y ya no huir”, dice, y en sus palabras hay una falsa esperanza que se mezcla con el miedo y la tozudez de saberse débil.
Jordi cree que tal vez todas las cosas que ha vivido le estarán enseñando algo, que quizá algún día él podrá caer y otra vez levantarse y ya nunca más caer. Mientras ese momento llega, se acomoda su gorra verde, sus zapatos que usa sin medias, pasa la lengua por sus caninos demasiado afilados y ya no le importa mostrar las heridas. Se hará algunas más, seguramente, antes de poder volver a la Cooperativa 22 de abril de Isla trinitaria, frente al tanque de agua.