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Romo y el oficio del odio (opinión)

Ivette Celi Piedra
Ivette Celi Piedra

Debo comenzar este artículo reconociendo que, en algún momento, yo también creí en las ideas revolucionarias de María Paula Romo. Era evidente que, hace más de diez años, ella representaba a toda una generación joven que esperaba cambiar el rumbo de nuestro país de la mano de profesionales comprometidos en dignificar el ejercicio político, siempre tan venido a menos.

Romo hablaba de establecer prioridades en políticas públicas y gasto público articulando las iniciativas y los intereses de los actores sociales. Ella simbolizaba un cambio en la idea de gobierno y en las formas de gobernar con teorías asociativas y colaborativas ¡Y qué bien hablaba! Hasta nos hacía pensar que ese era su tiempo y que sus ideales teóricos eran sinceros. Qué equivocados estábamos.

De la teoría a la praxis

Es posible que, en sus inicios políticos, su discurso tuvo cierto grado de sinceridad, pero las personas, así como los intereses, cambian con el tiempo y las relaciones. El ser política y sostenerse en ámbitos de poder, sin que esto suponga la participación en cargos de elección popular. Para Romo debe contener una carga de negociaciones e intereses que implican cambiar la teoría por la praxis.

Y no por ello quiero decir que el ser pragmático tenga una connotación negativa, por el contrario. Filosóficamente toda praxis aspira a un bien, lo dice Aristóteles. Todo bien está subordinado a otro, y es allí donde la teoría se convierte en un bien en sí mismo; porque su finalidad es ocuparse de la realización plena de la sociedad. Por ello se investiga, se cura, se construye, se alimenta.

El desapego de Romo por la teoría, filosóficamente hablando, transformó sus ideales hacia un sentido utilitarista de la praxis: el poder. Para ella el fin en sí mismo, es sostener y prolongar sus privilegios de poder y el de sus colaboradores cercanos. Entonces todo por fuera de ese fin, carece de importancia.

Lastimosamente su fin personal fue devastador, no solo para la política ecuatoriana, sino para todo un país que debió cargar con la arrogancia de quien pretende ejercer y asumir el poder del Estado, mediante el uso de la violencia como última razón.

La ciencia de la deducción

En el “Estudio en Escarlata” de Sir Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes aseguraba que “La profesión o el oficio de alguien pueden evidenciarse con claridad; ya sea por las uñas de las manos, la manga de la chaqueta, su calzado, las rodilleras de los pantalones, la callosidad de los dedos índice y pulgar, la expresión o los puños de la camisa”. En el caso de María Paula Romo, Holmes lo habría tenido muy claro, la violencia era su oficio y nos lo dio a conocer no solo en la frialdad de su discurso sino en la forma en que utilizó la visualidad del poder en su aspecto físico.

Cuando me refiero a violencia no solamente estoy hablando del uso sin medida de la fuerza pública para contrarrestar las manifestaciones de octubre del año pasado, cuyos resultados (muertos, heridos, mutilados, detenidos) son de su entera responsabilidad política, sin dejar de mencionar que la responsabilidad ética recae en la Policía Nacional, aunque muchos quieran mostrar lo contario.

Hablo también de la cruenta repartición de hospitales en medio de una pandemia; que provocó la muerte de miles de personas que no pudieron tener atención médica óptima ni insumos adecuados. Hablo de la manipulación mediática que constantemente ha anulado la información imparcial y la libertad de expresión; atosigando, amenazando y persiguiendo a los medios de comunicación que no cubrieron sus intereses.  

La violencia precede las credenciales políticas de María Paula Romo, y es que todo en su gestión es violento: minimizó las 11 muertes de octubre y los 43 mutilados, ocultó su participación en la repartición de hospitales. Pasó por alto el incremento de femicidios y muertes violentas, omitió acciones contundentes para solventar la crisis carcelaria y subestimó el aumento de la delincuencia. Para ella todo eso se resume en lo que ha llamado “condecoraciones”.

El oficio del odio

Sherlock Holmes, en la ciencia de la deducción, dice que, para conocer a fondo a otro mortal, “siempre debemos aprender a leer, a primera vista, cuál es su profesión y su oficio”. Usualmente olvidamos hacerlo cuando elegimos a nuestras autoridades, muchas de ellas sin profesión, pero con oficios bien marcados. El oficio de la venganza, del revanchismo y de la envidia ha sido una constante en este período que está por terminar.

Durante el juicio político a Romo, solo quedó evidenciado el profundo odio que la clase política ha diseminado en este país. Los muertos, los heridos, los mutilados, para muchos asambleístas, no fueron más que cifras que provocó la violencia de octubre. En muy pocas intervenciones se habló de derechos humanos, por el contrario, la mayoría tuvo como común denominador la destrucción del patrimonio, el cierre de servicios y la interrupción de los mercados de consumo. Casi nadie habló del origen de las protestas, una política económica excluyente y violenta, una decisión presidencial improvisada y atentatoria contra las clases más vulnerables.

Tanto asambleístas como autoridades de gobierno han descuidado completamente el deber ser del servicio público, alejándose cada vez más de las necesidades de sus mandantes, el pueblo. Llamaron la atención; sin embargo, las palabras amenazantes de la ex ministra increpando a los asambleístas de que ellos, y ella, conocen a fondo quiénes están detrás de la corrupción y los repartos. Y lo dijo sin empacho.  

Seguramente el informe de gestión de la ex ministra de gobierno y política será una tabla de Excel en la que expondrá la dinámica de revanchas y amenazas hacia sus coidearios y cómplices. Como quien lleva las cuentas de los deudores. La destitución de Romo no es un tema de justicia, todavía falta mucho por descubrir detrás de sus formas de hacer política. Esa política del odio que debe erradicarse para siempre de nuestro país, para poder al fin hablar de justicia social.

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