Juan Pablo Castro Rodas
Te das cuenta que la gente siempre habla de sexo. A mí no me interesa. Fíjate ahora mismo. Pon en el canal 59. La chica tiene las piernas arqueadas hacia adelante como si estuviese dispuesta a que llegue la acción. Ni la malla de aeróbicos, ni la camisetita con la flor abierta, ni los zapatos blancos de trekking, la salvan de parecer dispuesta a todo. Detrás de ella se puede ver parte de un campo de golf. Y eso ¿para qué? Acaso no está claro que se insinúa ante la audiencia. Me imagino a los camarógrafos en el set, sudando y dispuestos a que por efecto de una falla en la transmisión dejen de salir al aire. Entonces todos saltarían sobre ella.
Ahora cambia al 60. ¿Ves a esas tres señoras aparentemente decentes, que hablan de los problemas de pareja? Pon atención en los labios gruesos y pintados de rojo, ¿no te parece una reproducción de otras partes igual de carnosas? Y las faldas que cubren casi hasta sus tobillos. ¿Debajo qué hay? Sus pieles rozando en cada leve movimiento con otras dispuestas en su imaginación. Míralas como abren las bocas, como degluten el aire, con qué amplitud sus labios figuran hoyos virginales. Sí, ya mi di cuenta, en el 60 ese hombre vestido de blanco, con cara de simpático, parece un tipo bonachón, ya lo creo que sí, con el cuchillo bien apretado en su mano derecha, rebanando cada pedazo de zanahoria, ¿qué pasaje secreto de su pasado se puede percibir en la caricia?
Cambia de canal. Ya llegaste al 61, ¿te has fijado en la hipocresía del deporte? Una vez una amiga me dijo que todo ese aparente desgarramiento, ese correr frenético de minutos que pueden ser horas, solamente para que al momento del festejo todos se abracen, se suban unos sobre otros, se acaricien las nalgas, o sea, un pretexto convencional para poder hacer uso de sus deseos más escondidos. ¿Tú qué crees? ¿Te parece cierto? ¿Por qué dudas? Es más que obvio. Ahora me levanto un momento. Me duelen las rodillas. Voy a la cocina. Abro la refrigeradora. Tomo el helado de chocolate y una cucharita. Me siento otra vez. Siento el frío dulce que arremete contra mis dientes. Un ligero temblor me recorre el cuerpo. Me da escalofríos.
Pongo en el 62. ¿Sigues ahí? ¿Ya viste cómo esos perros se abalanzan contra la comida prefabricada que su amo ha puesto sobre sus platos rojos? ¿Ves sus ojos abiertos y la saliva que cae encima de los granos caquis? ¿Y la niña que entre las piernas de su padre contempla a sus mascotas? ¿Te imaginas este recuerdo la primera vez que sienta una lengua extraña succionando su candor? ¿Te ruborizas? No creo. Seguramente mientras miras el mismo comercial tus dedos han seguido el camino tantas veces recorrido. ¿Cierto? No te apenes que yo soy igual a ti. Igual a la vecina que hace un rato dejó caer una toalla sin querer sobre mi balcón. Al hombre que recoge el periódico doblado, cilíndrico, y que ahora golpea suavemente sobre sus piernas, como si sacudiese su monstruito después de liberarlo de sus pesares. Yo soy igual a ti. Igual a los niños que juegan al doctor, a la comidita, a las cogidas. A las señoras que agarran con fuerza el tubo en el bus. A los hombres que lavan sus carros con la manguera larga y extendida sobre el capote. A las mujeres que aplastan el jabón que luego recorrerá con soltura los senderos apretados de su intimidad. Es por limpieza, se dirán a sí mismas. Yo soy igual a ti. Igual a los ejecutivos que de tanto en tanto se meten la punta del esfero en la boca, o la antena del celular, so pretexto del nerviosismo, de la ansiedad que luego botarán agarrados debajo de las pesas. Soy igual a los bebés que aprietan la teta de la mamá, atezados de hambre, inocentes por ahora, instruyéndose para lides posteriores. Al hombre que toma el saxofón con mano firme, como si se aprestase a estirar su piel hasta el segundo en que sus ojos se pongan blancos. No te apenes.
Pon ahora en el 63. ¿Ves que ese hombre de terno, con los bigotes blancos, con la mirada fija en la cámara, se pasa la lengua por los labios, cada vez que empieza a leer una noticia? Te imaginas, como yo, estoy segura, que en las mañanas, antes de despertar a los niños para la escuela, se encuentra con el pasado, apretando esos mismos deseos en otra parte que no es su cama. ¿Y qué me dices de los policías con sus toletes, sus pistolas, sus pitos? ¿De las vendedoras de guineos, de maduros, de maqueños? ¿Y de los profesores extendiendo el borrador apretado con delicada lujuria por la superficie lisa de la pizarra? ¿Y de los vendedores de zapatos para mujeres que deslizan sus dedos por las puntas afiladas o por los tacos chatos? ¿Y de las señoritas que apresuran una respuesta medio disimulada cuando el cliente le dice calcule usted qué talla de bóxer necesito? ¿Y de los meseros que cada vez que destapan una cerveza dejan caer sin ruborizarse la espuma blanquecina por los bordes de la botella húmeda? ¿Qué me dices del amigo tuyo al que le encanta inflar los globos en las fiestas? ¿Te has dado cuenta como sopla y sopla, como festeja el cambio de un cuerpo fofo a otro ampliado y delicado a la vez? Y qué de tu tía, la que vende perfumes, añorando todo el día oler ese amusgado aroma que el que no es tu tío le riega en su orquídea.
Ahora pasa al 63. No hay mejor ejemplo. Te has puesto a mirar con cuidado esos pantalones ceñidos, coloridos, trabajados con la delicadeza del orfebre. Has puesto tus ojos en los bultos que se acomodan en las ingles. ¿Y qué me dices de esas zapatillitas con las que saltan sobre la arena, como si de bailarinas se tratasen? ¿Y del sudor que cae por sus frentes? ¿Y de la sangre que se acumula en su chalequillo? ¿No te has puesto a desear que esa sangre te cubra por un segundo, que tu sudor se mezcle con el aroma del miedo, de la muerte? Seguro que sí. Yo soy como tú.
Soy como las manos del masajista que afloja los músculos antes de lanzarse al ruedo. Como la corbata que cae mansa sobre el vientre. Como los nudillos rígidos que se cosen al sol. Como el peso del cuerpo cansado que se monta sobre los hombros para salir por la puerta grande.
¿Y qué me dices de ese pedazo de carne roja y todavía caliente que cae sobre el aceite de oliva, que se fríe lentamente, dejando escapar todo el jugo, que ahora pasa a tu plato, que se abre con el cuchillo, que se ensarta en tu tenedor, que entra en tu boca, que acepta tus dientes afilados, el goce de tu lengua, de tu saliva, que corre por tu cuerpo, que te da vida, sabiendo que viene de la muerte? ¿Te das cuenta cómo todos hablan de sexo? Menos yo, que sigo mirando la televisión, que no quiero saber nada de Freud, y que prefiero seguir con el helado de chocolate y los comerciales de viajes en jumbos jets.