La Comuna limpia sus heridas, sus paredes, sus calles y sus sueños | Crónica

María Isabel Burbano / @rizossalvajes

Me hundo. Esa es la primera sensación que invade al llegar al punto cero en La Comuna. Dejas de tener estabilidad y pierdes el equilibrio. Esa es la actual cotidianidad en el barrio. La balanza del equilibrio emocional también se tambaleó. 

El lunes en la tarde, un grupo de gente jugaba vóley en una cancha de tierra. La cancha del barrio. Después quedó solamente el silencio, la lluvia, el fango y la oscuridad. 

Es jueves. Han pasado tres días de la tragedia. Ahora ya no hay vóley. En las calles aledañas a la cancha, el lodo se convirtió en polvo. El transeúnte que llega al lugar se encuentra con una escena de terror: retroexcavadoras y volquetas se mueven en un lento compás para sacar el lodo acumulado en el pequeño parque al lado de la avenida Occidental. La resbaladera es el único testigo silente que queda en pie. Los trabajadores sacan los restos de malla que protegía ese sitio de juego. 

Tierra por doquier. En las casas, en la ropa, en los zapatos. Tierra húmeda que aún huele a lluvia. El polvo que inunda el cuerpo, por dentro y por fuera, como las casas del sector, revelan que ahí ocurrió una tragedia. 

En la punta del barrio se alza la quebrada. Los que vivimos junto a una quebrada sabemos la importancia de mantenerla limpia. Sabemos que si en algún momento se tapa, un desastre invernal sería inminente. Lo sabe también Omar Santos que vive a unos pocos casos de El Tejado, una de las quebradas que rodea las laderas del Pichincha. Tiene 44 años y vive con su hijo en una casa de dos pisos de color rojo, que ahora aparece salpicado por lodo.

“Gracias a Dios no me tocó estar en la casa porque estaba trabajando. En la noche vine y traté de ingresar, pero no pude. Todo estaba lleno de lodo. Me tocó abandonar la casa y dormir donde un familiar que me acogió. En la mañana vi la magnitud del problema”, relata mientras agarra una funda de pan que los ciudadanos repartían a los vecinos. 

Su hijo, por fortuna, no estaba en el hogar al momento del deslave. Omar vive desde los 10 años en La Gasca y recuerda que hace 45 años también ocurrió un aluvión en este sector. “Siempre hubo mantenimiento, pero en los últimos años el Municipio lo ha descuidado. Ayuda del Gobierno o del Municipio no hemos tenido. Gracias a Dios, el pueblo vio nuestras necesidades y ha colaborado”. Nos despedimos porque hay afán en su habla, en su mirada, en sus gestos: debe limpiar su hogar.

La casa vecina no corrió con la misma suerte. Como pueden, sus habitantes colocan un poco de  hormigón en las varillas que, necias, resistieron el embate del aluvión. A medida que camino, paso por el túnel, esa enorme boca que arrojó agua tierra y muerte, desde las laderas. Ahí, en los extremos del túnel el desastre se vuelve más grande. 

En la casa de Johana Lara viven seis personas. “Lo que nos avisó fue la caída del poste”, dice mientras señala un agujero en medio de la acera. “Cayó y explotó la ventana. Pensamos que era un temblor. Cuando salimos a la sala, todo se llenó de agua y lodo hasta la cintura. Se abrió la puerta. Gracias a Dios se calmó un poco y pudimos subir a la terraza. Tenemos una persona con discapacidad que por poco se ahoga”. 

Johana y su familia viven 18 años y jamás había vivido un desastre de esta magnitud. Agradece estar viva, aunque en sus ojos habita el miedo, el cansancio y la tristeza de haberlo perdido todo. A ella le queda una esperanza: “De a poco lo material se recupera”. Su comentario me anima, pero no dejo de darle vuelta a la idea de que es una tragedia que podía prevenirse. Que nadie tenía que morir si el Municipio daba tratamiento a la quebrada. El pensamiento sigue mientras escribo este relato. ¿Pudo evitarse el aluvión?

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Cuando llego al epicentro, cerca cancha de vóley solo veo lodo. Ahí donde había risas, gritos, objeciones, apuestas y burlas, ya no queda ni el eco. Lodo, gente enlodada y maquinaria enlodada les han tomado la posta. Me hundo y ya no es solo una sensación sicológica. A medida que me acerco al centro de lo que fue la cancha, mis botas se van hundiendo cada vez más. Cristian Vela, cabo primero del Cuerpo de Ingenieros del Ejército, baja de lo alto de una volqueta y accede a contestar mis preguntas.

“Realizamos un trabajo de desalojo del lodo que bajó de la quebrada. Con maquinaria ayudamos a la movilidad hasta el sector de La Gasca. Trabajamos en dos equipos con cinco volquetas y dos retroexcavadoras”, comenta. Con el corazón expectante me atreví a preguntar si habían encontrado cuerpos mientras seguían limpiando. “Ayer se encontró en el conjunto las Colinas de la Gasca un cuerpo de una señora. Se presumía que estaba con una niña, pero buscamos y no la encontramos”, dice también con algo de miedo de responder 

El tiempo que tomará quitar el lodo y los escombros es incierto. Donde no llegan con las maquinas, llega la tracción sanguínea empujando palas y picos para poder retirar los restos de paredes, vigas y mallas -pero también sueños, deudas, cartas de amor- que arrastró la corriente.

Hay una casa al lado de la cancha. Tiene la puerta de calle parcialmente destruida. Unos metros más allá está Janeth Mina, hermana de Wilfrido Mina, dueño de una casa que ya no existe. Wilfrido es uno de los damnificados que tuvo que pedir acogida a sus vecinos. “En la casa estuvo mi sobrino que se salvó de milagro. Estaba dentro de la casa cuando se le cayó la pared encima. Logró salir, es un muchacho joven que tiene mucha fuerza. Se aferró a un cable y pudo salir”, cuenta feliz e incrédulo, pues no ha visto nada parecido en los 12 años que vive en el barrio. 

Janeth era moradora de La Gasca y recuerda que en un deslave ocrrido en los años 80 donde también hubo muertos. “Todo bajó por la calle Humberto Albornoz. En ese entonces no hubo ayuda ni solidaridad como ahora”. Muchos de los habitantes coinciden en el abandono del Municipio a las quebradas que rodean el Pichincha.

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Cerca de las Colinas de La Gasca se encuentra la Agencia Metropolitana de Tránsito. Una casa de tres pisos que también fue azotada por el aluvión. Varios agentes quedaron atrapados y sus compañeros que llegaron rápidamente al lugar los rescataron. “Serían las 18:20. Nos pusimos a órdenes del puesto de mando donde estamos todas las instituciones de emergencia. Empezamos con las labores de búsqueda y rescate. En la zona cero logramos recuperar varios cadáveres. En la limpieza rescatamos a una persona de sexo femenino justo donde estamos parados”, dice Franklin Caguana de la unidad de primera respuesta. Uno tiene la necesidad de dar un paso hacia otro lado, alejarse silenciosa y respetuosamente del lugar en el que perdió la vida una persona. Es un mínimo, silente, homenaje a los seres que nos recuerdan esa nimia partícula que somos frente a la naturaleza. 

También recibieron la alerta de un hombre que estaba atrapado en un edificio. Impotentes, ahora esperan que la maquinaria saque un poco de lodo para extraer a la víctima. Aunque están preparados para enfrentar este tipo de sucesos, es difícil buscar entre los escombros a los vecinos, a esas personas con las que comparten su trabajo diario, y que fueron arrastrados por la corriente, ahogados por el lodo.

Enhorabuena, me relata, el día del aluvión lograron rescatar a personas que todavía seguían con vida. “Con lesiones, fracturas, pero vivos”, dice con tristeza. Su trabajo es complejo. Franklin cuenta que en el deslave del Pinar, una de sus compañeras se quebró cuando encontraron a un niño herido”. Cuando terminan el trabajo se toman el tiempo para realizar descargas emocionales, pero por ahora ese momento parece lejano. 

Recojo mis pasos para salir de La Comuna. Regreso la mirada algunas veces mientras me alejo. Una señora reparte avena en un botellón y me ofrece un vaso. Le digo que no, por pudor, porque aunque lo quiero, sé que hay gente que lo necesita más, que debe reponer energías, que busca desesperadamente a los 10 desaparecidos que aún resta encontrar. 

En los desastres parece que nos tenemos solo a nosotros. Aún esperamos respuestas del Municipio. No sabemos si llegarán. Por ahora, sigue la limpieza, las donaciones, la solidaridad. La gente nos devuelve, con sus actos, la estabilidad que hemos perdido. 

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