Desde que el mundo es mundo, me atrevería a inferir que los seres humanos nos hemos planteado, como objetivo principal, alcanzar la felicidad. Solo lo que ha cambiado, a través de los tiempos, es el método para conseguirlo. Ya tenemos a Epicuro asegurando que el placer es el fin mismo de la vida; a los estoicos con su propuesta de renuncia de lo que no se puede tener el control; por su parte, el maquiavelismo con su máxima “el fin justifica los medios”. Así también, Schopenhauer, el filósofo pesimista, reconoce el sufrimiento como una constante en la existencia; por ello, la felicidad es momentánea y un lugar menos doloroso.
La modernidad para unos y la postmodernidad para otros tampoco escapa de esta búsqueda. Sin embargo, las recetas para alcanzar la felicidad no se centran en el ser, sino en el tener: pareja, recursos, educación, entretenimiento, eficiencia. De esta última es de la que quiero escribir, a partir de un incidente en mi niñez.
Tenía ocho años y junto con mi mejor amiga hacíamos las tareas escolares. Acto seguido, un adulto se acercó a observarnos e inmediatamente comparó los cuadernos. Recuerdo que me inquirió: ¿por qué no haces la letra igual de bonita que la de tu amiguita? Para entonces, no comprendí el hecho; pero me puse manos a la obra: cartillas con ejercicios de escritura que me llegaban, las realizaba. Debía mejorar mi caligrafía para evitar otro llamado de atención. Sin duda, la lista sería interminable si me pongo a mencionar las ocasiones en que he sido advertida sobre “mejorar”.
No estoy en contra del ideal de irnos afinando como personas a lo largo de nuestras vidas; yo parto de la premisa de que cualquier actividad, por “insignificante” que parezca, es una oportunidad para que nuestro ser se potencie y alcance aquello que los “coaches de vida” denominan “la mejor versión”. Sin embargo, en los tiempos que corren, detrás de estas ideas de “ser el número uno”, está la industria de la felicidad que, continuamente y sin ingenuidad, nos recuerda que, si no somos “extraordinarios”, pasaremos al bando de los mediocres, un lugar destinado al sufrimiento.
¿No quieres ser un mediocre? Es mejor que te esfuerces más.
¿Es posible alcanzar esta perfección anhelada que a cambio nos dará felicidad? No, no funciona así. Los seres humanos nos caracterizamos por ser falibles, debido a que las propias capacidades físicas e intelectuales son limitadas, tal como nuestras circunstancias. ¿Qué pasa con los genios o los atletas excepcionales? El periodista y sociólogo canadiense Malcolm Gladwell explica, en su libro Fuera de serie, que además del talento nato que se puede poseer, también se requieren de ingredientes externos: genética, clase social, sitio de nacimiento, educación, predisposición a la creatividad y más ingredientes para ubicarse en otro sitio que no sea el ordinario.
Indiscutiblemente, la acertada combinación de estos elementos circunstanciales ha dado como resultado a un Leonel Messi, Albert Einstein, Hipatia, Simone de Beauvoir; seguro ustedes conocerán a más personajes sobresalientes. Pero, ¿qué pasa con quienes somos comunes y silvestres? Ocurre que nos venden fórmulas mágicas acerca de la excelencia y no es una metáfora; es fácil encontrar en el mercado aplicaciones, libros, conferencias, etcétera. Estas falacias se sustentan en la trillada frase “querer es poder”, dejando de lado otros aspectos influyentes.
¿Por qué quieren vendernos estas ideas de la perfección? Es una estrategia que nos tiene en permanente movimiento: no “debemos” parar, hay que estar haciendo algo que nos dé “un mayor valor agregado” como profesionales, amantes, deportistas, amigos, madres, hijos, etcétera. Es una trampa de la productividad, palabrita que se construye mediante la comparación con los otros: ¿bajo qué parámetros podemos competir sí somos diferentes y las condiciones tampoco son iguales? De esta forma, llega la autoexigencia, disfrazada de amor propio; que, en esta oda a la producción, solo te inmoviliza frente a las inalcanzables expectativas que generamos de nosotros y de los demás.
Es así que no nos permiten ser mediocres, debido a que se trata de un lujo que no podemos darnos todos y todas. Con estas verdades a medias, de la responsabilidad individual, quitamos la mirada sobre otros componentes que determinarían nuestro rendimiento: educación, empleo y salud como derechos irrenunciables. ¿No ganaste la beca porque te faltó esfuerzo? No, se debería garantizar el acceso a cualquiera de los niveles de formación, independientemente, de los recursos económicos.
Esfuérzate, liberándote de los mandatos sociales que te prometen el primer lugar y asegurándote que es la única forma de alcanzar la felicidad. Recuerda, no siempre es posible y está bien, de todos modos, ¿quién sabe lo qué es la felicidad?
Te invitamos a leer más artículos de Nanda Ziur en este enlace.