Mi peor versión
Avanza la medianoche y solo tengo lágrimas. No hay una razón suficiente para estar triste, pero lo estoy. Intento indagar qué me ocurre y resulta que me siento avergonzada, horrorizada por haber abandonado el papel de mujer serena que profesa acerca del entendimiento a Raymundo y medio mundo. Vienen siendo más de veinte años de ser una “mujercita tranquila”, como me lo pedían en casa: —hijita no hagas problema, tapa lo malo con lo bueno, ya la vida se encargará—.
Esas sugerencias, sí, me evitaron unas cuantas peleas, pero también me han sumado una sensación angustiosa de impotencia. Esta idea de no resultar conflictiva para el mundo es agotadora. Además, funciona como una olla de presión que explota en el instante menos indicado. Ahora mismo me encuentro distanciada y furiosa con ciertas personas que pasaron por mi vida, —no las quiero ver ni en pintura, seguramente, ellas tampoco a mí—.
Siento responsabilidad porque sé que tuve las oportunidades de manifestar qué quería y no lo hice. Confundí las sugerencias, estoy segura de que, desde algún lugar del universo, mi mamá se agarra de la cabeza y dice: —para muda, bien viva—. Aunque siendo franca, lo anterior es producto de mi imaginación, me educaron para ser una mujer sumisa.
Cuestiono las ideas que atravesaron mi crianza y me obligo a mí misma a redireccionar el timón. La ilusión de mis padres fue que su hija sea querida, pero estoy segura de que no comprendieron el alto precio que había que pagar por ello. Se trata de delirios ligados a creencias absurdas de mostrar la mejor versión; que no es más que la simplificación de lo complejas que podemos ser las personas.
¿Por qué no podemos expresar con genuina sinceridad lo que sentimos? ¿Para qué negar nuestras necesidades? ¿Nos da miedo que nos llamen egoístas, histéricas, locas, manipuladoras? Sin duda, existe una mirada despectiva para aquellas mujeres que hacen “lo que les da la gana”, pero es imprescindible conectar con esa “locura interior” desligada de las exigencias sociales. Vivir la gama de emociones que habitan dentro de nosotras hará que no nos dejemos obnubilar por la alegría o la ira; la ceguera emocional es un lujo que puede salirnos caro.
¿Acaso no resulta más útil mostrar nuestra “peor versión” ?, esa en la que tenemos el valor de contar las mezquindades de las que somos capaces y las que hemos cometido. ¡Qué se quede quien se quiera quedar! No es una postura arrogante, solo busca aceptar de una vez por todas que estos “rituales de conquista” son falacias que nos invitan a decir o actuar de tal manera que terminamos negándonos.
Me aburrí de esta labor de convencimiento para que la gente no se vaya de mi lado. No soy la mejor posibilidad para nadie, pero siento que con este ejercicio de honestidad se puede aprender, negociar con personas de carne, hueso y pescuezo con realismo.
¿Por qué no podemos expresar con genuina sinceridad lo que sentimos? ¿Para qué negar nuestras necesidades? ¿Nos da miedo que nos llamen egoístas, histéricas, locas, manipuladoras?
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