Vivimos una época que, producto de las luchas históricas feministas, ha permitido a las mujeres cambiar su rumbo, al menos en términos normativos-legales. Es que el feminismo se ha propuesto, en más de 300 años de vigencia, evidenciar las relaciones jerárquicas entre hombres y mujeres en cualquier ámbito de la vida. Sin embargo, todavía hay materias pendientes como la igualdad salarial, mayor participación política, la despenalización del aborto, la violencia de género y otras.
Aunque ahora las mujeres, injustamente no todas, pueden votar, estudiar, ocupar cargos de poder y acceder a derechos antes impensables; lo cierto, es que la ausencia de la perspectiva de género ha desdibujado estas garantías y estos haberes se han terminado alineando al paradigma patriarcal. Lo que implica que los mecanismos de subordinación se han actualizado nada más y persisten, si bien de una forma menos evidente.
Escribo este preámbulo porque me encontré con Valientes e imperfectas, libro de Reshma Saujani, cuyo planteamiento explica que desde que nacemos a las mujeres nos entrenan para ser “perfectas”. ¿Qué significa? A través de la mención de varias investigaciones, Saujani va demostrando cómo nuestra personalidad debe irse ajustando hacia un perfil complaciente, que evade las necesidades propias pues, constantemente, hay que demostrar la valía personal. ¿Qué implica? Que reprimimos nuestros genuinos deseos, ya que resulta una tragedia nivel bomba atómica en Hiroshima, cuando el mundo se entera de que cometemos errores de cualquier índole.
A esa crianza de tintes serviciales y sumisos, se nos añade un poquito de incapacidad para asumir los traspiés, crecemos como imposibilitadas para lidiar con las desilusiones.
Entonces, en “nombre del amor” nos invitan a atribuirnos “solo” retos en los que podamos demostrar lo capaces que somos. Esta aseveración me resulta reveladora porque, por ejemplo, desde la perspectiva biologicista del académico de Steven Pinker, las mínimas diferencias que existen entre los cerebros de mujeres y hombres serían las responsables de las elecciones profesionales.
No obstante, para Saujani, los patrones culturales son los que interfieren en las decisiones de las mujeres. Es el caso de las universitarias que, al no verse con buenos promedios en el primer año de estudio, prefieren cambiarse a carreras en las que puedan demostrar lo “buenas” que son. Este hallazgo explicaría, además, que nos crían para no asumir riesgos dado que el mandato social ordena que debemos ser perfectas. Entonces, a los problemas estructurales de género, se suma esta “manera de ser” en la que nosotras mismas nos sacamos de la jugada: “es terrible sabernos tontas” en un mundo que “aprueba” a las “mujeres perfectas”.
El asunto no queda ahí porque cuando las mujeres ocupan, por decirlo de cierta forma, sus “zonas de confort” tampoco es que alcanzan la tranquilidad.
Este “poder femenino”, sin enfoque de género, nos irrespeta, nos impulsa a mostrarnos sin máculas. Saujani, audazmente, expone que en “el mundo real” ser complacientes no es garantía de nada; más bien, es abrir una puerta para que violenten nuestros derechos en cualquier espacio: académico, laboral, familiar, de pareja, etc.
El libro de Reshma Saujani es una invitación para liberarnos de ese espejismo acerca de que la perfección nos llevará a sentirnos a salvo; cuando la verdad es que lo único que consigue es paralizarnos y no permite que asumamos riesgos que sacudan nuestras existencias y nos presenten otras formas de comprender el mundo. Mujeres olvidemos esas creencias respecto a que los errores nos definen, nos avergüenzan, nos quiebran; aceptemos el fracaso como parte del camino de la vida.
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