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Una de cal y otra de arena | Las vacaciones – ¡Vamos a Cuenca!

¡Vamos a Cuenca! ¡Quién diría que de una propuesta inocentona surgiría un gran lío psíquico!

Mi hermana me pidió que escoja un lugar para vacacionar la última semana de noviembre. Como se trataba de una propuesta inusual, respondí, de inmediato, obviamente, para verificar si hablaba en serio: —¡Vamos a Cuenca!

Acto seguido, ella asintió: —perfecto, nos vamos a la tierra de los morlacos.

—¡Vaya que nos encontramos con “el amigo morlaco”! —

La semana del 29, iniciamos con el paseo, ella propuso ir en el auto, haciendo pequeñas escalas para que la tarea de conducir no resulte agotadora; también, para disfrutar de las ciudades y pueblitos del camino. Fue cansado hospedarnos en más de tres lugares diferentes durante seis días; pero, sin duda, fue una idea estupenda atravesar por carretera la ruta de los Andes.

No es el punto de esta historia, sin embargo, para aquellos que sienten que Quito les sofoca, resulta una receta efectiva y afectiva visitar Latacunga, Alausí, Tixán, Riobamba, Azogues, Cuenca, Chordeleg, Baños, sitios que además de contar con bellísimos paisajes son acogedores, vivibles: niños y niñas juegan en las plazas hasta la noche, se camina con seguridad, el dinero rinde, la comida es deliciosa, la gente cálida y nada abrumada por las prisas que implica vivir en la capital.

Si tú, al igual que yo, sientes que cada día hay más razones políticas, sociales, económicas para salir corriendo de este pedazo de cielo llamado Ecuador; llegar a estos lugares te hace dudar, te vibra el alma, nace la ilusión de que todavía se puede hacer algo.

¡No nos desviemos del culebrón principal!

Cuando arribamos al destino final, Cuenca, llegué muy emocionada y dueña de mí misma; venía de un proceso complicado: en marzo terminé una relación amorosa de más de un año con alguien que generé expectativas de compromiso; trabajé duro en territorio, entregando información acerca de la pandemia; me intervinieron de emergencia con un diagnóstico que apareció de repente; estaba a un tris de caducar mi plazo de entrega y logré finalizar mi investigación; en fin, un período difícil que, de cierta manera, permitió medirme y sentirme fuerte.

Yo llegué apoteósica e inalcanzable, solo mi hermana sabe la cantidad innecesaria de outfits que la obligué a llevar con nosotras; el mundo —Cuenca — debía enterarse de mi presencia. Antes muerta que sencilla, dicen por ahí.  

Los nuevos aires me dieron el coraje arrogante de mirar retrospectivamente, no dudé en escribir a un amigo para que guíe nuestra visita a la capital del mote pillo. Sin embargo, a mí me pilló el corazón, fue suficiente verlo por un segundo para que mis emociones se pusieran a flor de piel. Para mí nunca pasaron nueve años, aunque para él, el tiempo sí había transcurrido: tiene familia, es profesor universitario y está haciendo un doctorado.

Aquel miércoles, aunque no había probado bocado, ya me estaba almorzando la nueva realidad de mi amigo morlaco. Pero algo dentro de mí, insistía: chendo, chendo (dialecto de Cuenca); y me invitaba a percatarme de que no cambió en nada su gigante mirada café, su sonrisa burlona, ese cantadito al hablar que pone en primerísimo primer plano a la “rr”. No te confundas, no se trata de una apología al amor romántico, únicamente, sincerarme y contarte como la vida me sorprendió, moviendo hilos que para mí ya no existían, ¡vaya rompecabezas que es la existencia!

Pasamos un día divertidísimo que llegó a su final. Solo que yo con el corazón agobiado porque él volvía a su vida y me dejaba a mí con la mía.

Lo peculiar es que, así como me sorprendió la melancolía, al día siguiente, estaba en Baños, resuelta, saltando de un puente. No había nada que pensar, otra vez eran las doce del mediodía, y yo, sin preocupación alguna, concluía que era momento de practicar un deporte extremo, rogando para que esa sensación de ausencia, que no se sintió por nueve años, desaparezca de repente. Seguramente, debió ser el efecto de la adrenalina, porque mientras regresaba de la hazaña voladora, ese algo dentro de mí me aseguraba que iba a estar bien.

Hoy que escribo, más alejada de los acontecimientos, me entero con sorpresa —la ignorancia es atrevida, dicen por mi barrio— que correr riesgos en un estado de tristeza puede llevarte a perder la vida. Sin embargo, mi intención fue recuperarla y —enhorabuena— así ocurrió; liberé emociones que suelo esconder por la soberbia de no mostrarme vulnerable. Por ahora es un trato unilateral conmigo misma, ojalá adelante, hasta con humor vea esta indefinición.

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