Los feminismos coincidimos que existe una desigual distribución del poder entre los sujetos sociales; no quiero mencionar “hombres y mujeres”, ya que resulta un lugar vago, respecto a las diferentes identidades que nos configuran (género, edad, clase, etnia, capacidades físicas, entre otros factores) para ser partícipes, conscientes o no, del fenómeno de la subordinación. No obstante, hablaré de las mujeres porque es el sitio que conozco; pero, sin ningún intento de ser representante de “todas”, puesto que cada una, desde su sitio de enunciación, tiene agencia propia.
Claro que cada vez hay más mujeres ocupando cargos políticos, directivos, empresariales; aunque, siguen siendo minoría. Es así que las feministas, cuando hablamos de la correlación desigual de fuerzas, estamos clarísimas que se trata de un poder masculino, patriarcal, opresor. De ahí que no solo busquemos el ejercicio del poder, sino su resignificación, desde una perspectiva feminista.
¿Qué estoy escribiendo?
Resulta ingenuo pensar que, por el mero hecho de contar con la participación igualitaria de hombres y mujeres en la esfera pública, desaparecerán las dinámicas de subordinación. En este sentido, y enfatizando que, desde las perspectivas feministas, diversas posiciones han surgido alrededor del ejercicio del poder; quiero exponer aquellos conceptos que lo plantean como acciones transformadoras, formuladas por Hannah Arendt y Hanna Pitkin (feminista), principalmente.
Dichas teóricas desarrollan sus ideas alrededor de un poder que es contrario a la opresión, con una capacidad transformadora y que permite la dignidad humana. Es decir, un contrapoder opuesto a cualquier tipo de violencia; por lo tanto, se resiste a las doctrinas individualistas, que nos hablan de un único liderazgo y se plantea las relaciones humanas desde lo colaborativo. Lo sustancial de estas proposiciones es que miran en el poder no solo un espacio para el control, sino para la creación.
Y cualquier tipo de creación (política, artística, científica, ambientalista y otras) implica de cuidado, no de dominación. Desde este enfoque, no es que se olvida la agencia individual; más bien esta permite el empoderamiento de los otros porque se trata de relaciones que se basan en la confianza. Dando como resultado, conexiones sociales fundadas en la empatía, preocupación; siendo así, indignación por el sufrimiento del otro.
El poder, al ser entendido como un fenómeno colectivo, se legitima a través del diálogo; uno que permite conciliar las diferencias humanas.
Me gustaría hacer hincapié, respecto a que el poder no descansa solo en la notoriedad pública (mujeres políticas); en cualquier relación social de nuestra cotidianidad, sea con las amigas, parejas, hijos, ejercemos el poder. Sin embargo, en un marco de una cultura patriarcal, lo más probable es que lo hagamos desde una lógica autoritaria. A veces verdugos, a veces víctimas.
Tras lo expuesto, mi propuesta es que, en estos territorios, en los que domina el sometimiento; la esfera de lo privado nos da la posibilidad de transformar lo que tanto criticamos. Entonces, es en lo íntimo, dónde nuestras relaciones deben cambiar su modus operandi. Que el trato con nuestros y ajenos sea una tierna caricia, alejado de la ofensa y la intolerancia.
No hablo de cursilería, debido a que las relaciones fundamentadas en la delicadeza están lejos de ser sumisas; es imposible, pensar en un contrapoder desde los afectos, que acepte pasivamente cualquier tipo de violencia doméstica, porque un poder colectivo está conformado por aliados y no por cómplices.
Finalmente, lo expuesto, de ninguna manera, resta importancia a los enunciados feministas que abordan el poder como dominación. Estoy clara que esta perspectiva amorosa no es única y suficiente para amenazar el statu quo; pero sí siembra la semilla de prácticas alternativas que se suman para modificar una institucionalidad tirana.