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Teletrabajo, ‘zoom’ y depresión: el derecho a la desconexión

Quito, 21 mar (La Calle). – El confinamiento por la pandemia del COVID-19 impuso el teletrabajo, que en muchos casos llegó para quedarse y obligó a los gobiernos del mundo a legislar un nuevo marco laboral ante su crecimiento exponencial.

En la sociedad neoliberal del rendimiento se lleva a cabo una explotación sin autoridad. El sujeto forzado a rendir, a explotarse a sí mismo, es a la vez amo y esclavo.

Nos matamos a realizarnos y a optimizarnos, nos machacamos a base de rendir bien y de dar buena imagen.

La catedrática de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Facultad de Derecho de la Universidad de León, Susana Rodríguez Escanciano, indica que en ese país, entre los derechos que contempla la norma, el de la desconexión de los trabajadores por cuenta ajena una vez finalizada su jornada laboral.

En eso se diferencia del sujeto obediente de la sociedad disciplinaria, que Foucault describe en su libro Vigilar y castigar. Pero Foucault no se dio cuenta del surgimiento de la sociedad neoliberal del rendimiento, en la que nos explotamos voluntariamente.

Por así decirlo, cada uno lleva consigo su propio campo de trabajos forzados. Lo peculiar de este campo de trabajos forzados es que uno es al mismo tiempo prisionero y vigilante, víctima y criminal.

En Ecuador falta una regulación más específica en convenio con el teletrabajo. Las pautas marcan una mayor libertad en la dedicación laboral, el riesgo está en los límites del horario.

El filósofo Byung-Chul Han dice que nos autoexplotamos más que nunca

El teletrabajo cansa, incluso más que el trabajo en la oficina. Causa tanta fatiga, sobre todo, porque carece de rituales y de estructuras temporales fijas. Es agotador el teletrabajo en solitario, pasarse el día sentado en pijama delante de la pantalla del ordenador.

También nos agota la falta de contactos sociales, la falta de abrazos y de contacto corporal con los demás. Hoy estamos perdiendo las estructuras temporales fijas, incluso las arquitecturas temporales, que dan estabilidad a la vida. Además, los rituales generan una comunidad sin comunicación, mientras que lo que hoy predomina es una comunicación sin comunidad.

Los medios sociales y la permanente escenificación del ego nos agotan porque destruyen el tejido social y la comunidad. También aquí se confirma de nuevo la tesis de que el virus es el espejo de la sociedad y agudiza sus crisis.

El virus acelera la desaparición de los rituales y la erosión de la comunidad. Se eliminan incluso esos rituales que aún quedaban, como ir al fútbol o a un concierto, ir a comer a un restaurante, ir al teatro o al cine. L

a distancia social destruye lo social. El otro se ha convertido en un potencial portador del virus con el que tengo que mantener la distancia. El virus radicaliza esa expulsión de lo distinto que ya antes de la pandemia diagnostiqué muchas veces.

En verdad, el virus actúa como un amplificador de las crisis de nuestra sociedad. Todas las crisis sociales que yo ya había detectado se han visto ahora agravadas.

La depresión es un síntoma de la sociedad del cansancio. El sujeto forzado a rendir sufre de síndrome del desgaste profesional (en inglés, burnout) desde el momento en que siente que ya no puede más. Fracasa por culpa de las exigencias de rendimiento que se impone a sí mismo. La posibilidad de no poder más le lleva a hacerse autorreproches destructivos y a autoagredirse. El sujeto forzado a rendir pelea contra sí mismo y sucumbe por ello. En esta guerra librada contra sí mismo, la victoria se la lleva el desgaste laboral.

El virus SARS-CoV-2 sobrecarga nuestra sociedad del cansancio radicalizando sus distorsiones patológicas. Nos sume en un agotamiento colectivo y, por eso, se podría llamar también el virus del cansancio. Pero el virus es asimismo una crisis en el sentido etimológico de krisis, que significa “punto de inflexión”: al hacernos un apremiante llamamiento a cambiar nuestra forma de vida, también podría causar la reversión de esta precariedad. Solo podremos conseguirlo, eso sí, si sometemos nuestra sociedad a una revisión radical, si logramos hallar una nueva forma de vida que nos haga inmunes al virus del cansancio.

Byung-Chul Han, filósofo y ensayista surcoreano, imparte clases en la Universidad de las Artes de Berlín. Es autor, entre otros libros, de ‘La sociedad del cansancio’ y ‘Caras de la muerte’ (Herder, 2020).

Traducción de Alberto Ciria.