-Llegará el día en que viviré en un país con transporte público de primer mundo.
A Julia jamás le interesó aprender a conducir un coche. En Quito, lo último que quería es agotar su paciencia buscando donde aparcar o escuchando los insultos de los conductores que, impacientes y neuróticos, se creen dueños de las calles.
Cerró los ojos un momento y se dejó llevar por los alegres destellos de su imaginación. Tomando un autobús en Londres o el metro de Madrid, semejante a una telaraña por sus múltiples líneas y estaciones. Tal vez Holanda o Moscú. Las posibilidades eran infinitas.
Un brusco frenazo la regresó a la realidad. Se sostuvo fuerte de uno de los tubos e intentó concentrarse en no caer. Sabe Dios que caerte en medio del bus compite con el acto vergonzoso de tropezar en la acera o saludar a un desconocido solo porque mueve la mano en tu dirección.
De reojo miró al conductor peinarse aprovechando el semáforo rojo. En la mano izquierda llevaba un sachet de gel y en la derecha un peine café, de los que venden en los kioscos del Centro. Lo untaba abundantemente y lo pasaba por su cabellera azabache. Julia rio para sus adentros. Parecía un guerrero espartano con un casco abultado, listo para el combate.
La unidad todavía estaba un poco vacía, aún así, sobraban algunos asientos. Una de sus formas de matar el tiempo era adivinar quién bajaría en la siguiente parada. Así podía sentarse y reanudar su novela del mes. Miró con curiosidad a sus compañeros de viaje. Hombres y mujeres de mediana edad que van al trabajo. Los pocos niños que asistían a clases presenciales. Los ancianos en un camino errante a cobrar su pensión.
Un autobús sería el espacio de estudio perfecto para un antropólogo – pensó. Y es que en ese pequeño artefacto con ruedas se reúne un género humano por la fuerza de las circunstancias. Preciso para recoger los diferentes comportamientos que pululan entre el calor y los gritos.
Para ella, fracasada escritora de cuentos de detectives y misterios, no parecía gran cosa. – No creo encontrar un asesinato a las 9 de la mañana en uno de estos asientos de plástico azul. Tampoco un potencial asesino o psicópata, que llevaría los acontecimientos a una historia de terror.
Eran ciudadanos con comportamientos comunes. Uno cabeceaba en el asiento, otra se hurgaba la nariz con disimulo debajo de la mascarilla. Una pareja peleaba dos asientos más atrás.
Y la música, la música en un autobús – suspiró. Si no sonaban vallenatos de la vieja guardia era reguetón a todo volumen. Muy pocas veces, el cielo se apiadaba de ella y sonaban por las bocinas las melodías del Gran Combo o Leo Dan.
Su juego de adivinar paradas finalmente rindió frutos. Una pelirroja se levantó del asiento, ella aprovechó para descansar los pies. Los tacones: mala idea. El conductor tomó la autopista. Mientras, Julia se sorprendía de la torpeza del personaje central de libro que había empezado hace algunos días. Sintió un derrape. El movimiento la arrojó al asiento del otro lado y la trajo de regreso a su puesto. Apenas alcanzó a acomodarse cuando miró que iban directo a la pared de concreto de una casa. Torcerse el tobillo al salir de casa era una señal clara de que no debía tomar ese autobús. Ahora moriría. Sin haber creado un nuevo detective y sin acudir a la cita a ciegas que organizaron sus amigas. Era el fin y de qué forma. Cerró los ojos y la oscuridad lo inundó todo.
Buenos días señorita Julia – Ella se extrañó ¿Llegué al cielo? ¿Fue tan rápido? ¿No voy a recoger mis pasos?
Una ráfaga de viento le hizo regresar. Sudaba a chorros y la blusa blanca se había vuelto transparente. Su vecina, que pasaba por la calle de la parada, la miraba preocupada.
-¿Le pasa algo mi bonita? – le preguntó con esa voz de abuela dulce.
-No, no doña Pepita, no se preocupe cosas mías, nada más.
-Debe estar más atenta. Estaba como ida, mirando el horizonte. Tenga cuidado. Mire, allá viene su bus.
El esperpento azul venía desde el final de la calle. Julia frunció el ceño y dio media vuelta. “Ni loca me subo, le diré a mi jefa que me constipé. Total, ya mismo es fin de mes”.