Por: María Isabel Burbano
Quito, 21 Jun (La Calle).- Tomaré prestado, el mecanismo que un periodista al que admiro mucho utilizó en sus crónicas sudamericanas. Un adjetivo que refleja lo que ha pasado durante los últimos días en la capital ecuatoriana.
Las avenidas más importantes de Quito se han teñido de plomo por el humo de los gases lacrimógenos. La Policía los lanza sin tregua contra los manifestantes. Como una escala musical, el ambiente de represión fue aumentando con los días.
A una semana de las protestas, el Estado policial y militar en el que Guillermo Lasso se asienta apareció en todo su esplendor. En nombre de la democracia, Patricio Carrillo ha enviado a toda la fuerza policial, esa que en los motines carcelarios, los casos de sicariato y los robos no aparecen. Miles de policías contra un pueblo que ejerce su derecho a protestar. Un derecho que está en la Constitución.
¿Cuántas veces en nuestra historia esta capital se ha convertido en epicentro de la libertad? El 10 de agosto de 1809, el 24 de mayo de 1822 ¿Cuantas veces Quito vio huir a presidentes que mintieron e incumplieron sus promesas? el 21 de enero del 2000, el 5 de abril de 2005.
Quito es la ciudad herida por el poder político, por el clasismo y el racismo que corroe y quema nuestra forma de vivir. Es la ciudad herida por los gritos con insultos racistas a los indígenas por parte de quiteños que dicen defender la ciudad.
Quito es la ciudad dividida por los ciudadanos que miran por debajo del hombro a las comunidades indígenas que llegan a la capital. Dividida por los que disparan a los manifestantes en Tumbaco y quieren atropellarlos.
¿A quién le pertenece Quito? ¿A los que insultan, a los racistas? ¿A la gente que protesta justamente por mejores condiciones de vida? Saque usted sus conclusiones, es libre de hacerlo.
Yo creo que Quito nos pertenece a los ciudadanos de a pie, que buscamos ganarnos la vida y caminamos por estas calles, ahora llenas de gas y que pasamos por la Casa de la Cultura, ahora tomada por la Policía. El Gobierno y sus acólitos, al parecer, piensan lo contrario.