Por: María Isabel Burbano / @rizossalvajes
La tercera esposa de Ernest Hemingway se llamaba Martha Gellhorn y creo que de todas las que tuvo fue la que más sobresalió. A Martha se la recuerda por ser la mejor corresponsal de guerra en el siglo XX. Estuvo en el desembarco de Normandía (Segunda Guerra Mundial), en el conflicto chino-japonés, en las guerras contra las dictaduras en América Central y también en la invasión rusa a Finlandia. Conoció a Hemingway cuando cubrían la guerra civil española en el 36.
El matrimonio tuvo sus idas y venidas y no pasó de cinco años. Martha quería estar siempre en el frente, Ernest quería que estuviera en su cama, así se lo recriminaba en sus cartas. Gellhorn dijo que no quería “ser un pie de página en la vida de alguien más”.
En la Finca Vigía en La Habana que ahora es un museo, ambos construyeron un nido de amor, que poco a poco se fue llenando de agujeros. Ella amaba su trabajo y también lo amaba a él. Él quería que ella siempre estuviera allí. No podemos culpar a Ernest de perseguir el amor, pero tampoco la decisión de Martha al terminar todo en 1944.
¿Es difícil que un hombre pueda sobrellevar una relación con una mujer que lo enfrente, tome decisiones que no siempre responden a las costumbres de su tiempo? Ernest y Martha peleaban de la misma forma en que se amaban: con pasión. Ella descubrió que detrás del genio también habitaba un demonio.
Sin embargo, Ernest Hemingway tenía problemas psicológicos a los que una escopeta puso fin el 2 de julio de 1961. Era escritor, ganó un Nobel, venía de una familia tradicional estadounidense y buscaba incesantemente el amor. Él era el artífice de su propia tortura. Gellhorn no podía quedarse.
Ahora que sé de Martha la considero una hermana.
Todavía no he cubierto una guerra y tampoco me he casado con un escritor, pero creo poder diferenciar la genialidad de Hemingway de las ínfulas de otros hombres. Padres, tíos, profesores, compañeros o líderes a los que las opiniones distintas y la valentía de hacerse cargo de nuestras vidas les parece un insulto.
No me he rendido porque creo en el poder de los pensamientos. Ellos cambian el curso de la sociedad y nuestras vidas. ¿Lo sabían?
Nuestra voz es el instrumento preciso para hacer frente a las injusticias del día a día. Pocos son los hombres que, lejos de asustarse o empequeñecer la inteligencia femenina, la enaltecen y respetan, incluso si no comparten los mismos pensamientos. Al parecer, Hemingway no fue uno de ellos. Amaba a Martha, pero ignoraba que dejarla volar también es una forma de cariño porque pasado el invierno, el pájaro regresa al nido.
La única forma de cambiar nuestro mundo es con la palabra. La palabra dicha o la palabra escrita da poder a nuestras acciones y deja, como la vida, una huella.