La paradoja de la libertad
Cuando tenía trece años, frente a otras estudiantes, una compañera de clase me calificó a gritos como “zorra”. En aquella circunstancia, una sensación de vergüenza me inundó, no entendía qué estaba pasando por la cabeza de esa otra niña para que pronuncie dicha afirmación. Recuerdo que me quedé muda, sin ideas que enfrenten lo nombrado; sabía que mi dignidad, esa cualidad femenina que “debía ser intachable”, había sido profanada.
Y no, no importaba lo que yo pudiese argumentar, las caras asustadas del resto de jovencitas me lo decían todo. Sin duda, para agredir a una mujer, más todavía a una muchachita, la fórmula probada es llamarla “puta”, porque desde que nacemos nuestro entorno se encarga de enseñarnos que nuestra “valía como mujeres” se encuentra en la castidad.
Ustedes me dirán que esos pensamientos pertenecen al pasado, que ahora crían mujeres emancipadas; a mí me parece que no es así porque al asegurar que la sexualidad nos es propia, el mundo se pone en vilo. La razón es sencilla: nos quieren libres, siempre y cuando, sigamos siendo obedientes.
Por ahí escuché: “una cosa es la libertad del sexo y otra la libertad de las mujeres”.
Claro que ahora podemos involucrarnos sentimental y sexualmente con quien y con cuantos queramos, pero tango la sensación de que estas posibilidades nos tienen más confundidas a las mujeres de mi época. Porque, por un lado, persiste el mandato tradicional de la virginidad; por otro, está la opción de la libertad sexual. Frente a esto, la problemática es que perdura un mundo donde las “reglas del amor” se mantienen direccionadas para satisfacer los deseos masculinos.
Nona Willis Aronowitz, en su artículo Sigo creyendo en el poder de la libertad sexual para el New York Times, asegura que no es suficiente el consentimiento y el saber qué es lo que no deseamos. Más bien plantea que el reto se encuentra en lo que sí queremos, pero explorando desde nuestras propias condiciones; teniendo en cuenta que nuestra crianza tiene como base una conducta aprendida para ser complacientes y dóciles en cualquier aspecto de la vida, no se diga el amatorio.
Este contexto me permitirá explicar lo que, a mi parecer, ocurre con la cadete que, a la fecha, se encuentra bajo prisión preventiva, por supuesta implicación, en el femicidio de María Belén Bernal. Es preciso aclarar que mi perspectiva es poco popular, pero de ninguna manera quiere vulnerar derechos a la familia de María Belén, justamente, porque no podemos tener otra víctima más de una estructura patriarcal que permea todos los ámbitos de la vida.
¿Cómo es posible que una jovencita, futura oficial, se haya involucrado con un hombre casado?, ¿qué necesidad tenía de arruinarse la vida?
Nona Willis Aronowitz explica que es dificilísimo identificar qué es lo que queremos porque no es tarea sencilla enfrentarnos a “unas antiquísimas pautas culturales” y mucho más en un contexto misógino, donde nuestra libertad se puede volver en nuestra contra y ya no hablo solo de la culpa o la vergüenza, sino de la opinión pública que presiona a un sistema judicial.
De ninguna manera pretendo clasificar entre buenas y malas personas; por supuesto, hay hechos que deben ser castigados por el sistema de justicia, sin embargo, hasta donde conozco, el ejercicio de la sexualidad no es tipificado como punible en nuestras leyes, ¿entonces por qué la cadete lleva más de un mes recluida, si la defensa asegura que no hay elementos que justifiquen su permanencia en prisión?