Más miedo que al Covid le tengo el tener que cruzarme caminando La Marín – Opinión

Por Andrea Carolina López Saavedra

Siete y cuarenta de la noche, voy camino a La Marín. La Ecovía va completamente llena. Se sube un muchacho a vender chocolates a cambio de la ayuda de la gente porque se encuentra en una situación crítica. Comienza a narrar una historia triste de un familiar enfermo en un hospital. La gente lo ignora, él empieza a molestarse y grita duro. Reclama a la gente por su falta de solidaridad.

Avanza hacia atrás en busca de otras personas que quieran darle unas monedas.

Unos minutos después se suben dos jóvenes de la calle y empiezan a pedir unas monedas. El uno no tiene ningún empacho en decir que es consumidor y que quiere que le colaboren porque no quiere quitarnos los teléfonos; el otro, exige nuestras monedas mientras cuenta que viene de Machala y que de buena manera pide nuestra colaboración para no hacernos daño. Lo dice pidiéndole disculpas a un policía metropolitano que va como pasajero.

Tuve que darles quince centavos. Finalmente, se bajan en La Alameda, tranquilos porque «la gente sí colaboró». Cuando me bajé, busqué a las personas de seguridad de la Ecovía. Me supieron decir que pasarán un informe de mi queja, pero que ellos no pueden hacer nada, porque no tienen manera de defender a la gente.

Con los nervios, a flor de pie, me bajo mirando a todos lados en La Marín y corro como Speedy González hasta la Plaza del Teatro, tratando de respirar un poco con la mascarilla puesta.

No conforme con eso, se sube otro muchacho al bus que me lleva a mi casa (usualmente no se suben personas a pedir dinero) a decir que le colaboren comprando sus tarjetas, porque no quiere ponerse bravo y empieza a obligar a la gente a que le den unas monedas. Tuve que darle diez centavos porque estaba bravo y el bus iba casi vacío y eran casi las 8:30 PM.

En este país, ¿quién carajos nos protege de todo esto?

Estoy mentalmente agotada y me empiezo a sentir con una leve ansiedad, porque no puedo escapar de la ruta de mi trabajo hacia mi casa.

Más miedo que al Covid le tengo el tener que cruzarme caminando La Marín hasta la Plaza del Teatro a las 8 PM todas las noches. No tengo opción.

Yo, todas las noches antes de cruzar La Marín hasta la Plaza del Teatro, me encomiendo a los Avengers, por recomendación del Gobernador del Guayas; a San Judas Tadeo, el santo de las causas perdidas; a Jesús del Gran Poder, para que con su poder no permita que me roben; a Santa Emelina, Patrona de las mujeres solteras que no tienen Sugar Daddy ni colágeno y con novio que vive lejos; a la Virgen de Quito, para que controle a los choros del Centro; a Alá, a Thor, a la Pachamama, etc.

Luego, procedo a cerrar bien mi mochila, guardo los lentes, guardo el celular en la cuevita del amor o templo del placer y me pongo en posición de tortuga ninja -lista para combatir- (aunque en realidad es lista para correr). Miro a todos lados y corro como si me estuviera persiguiendo la policía o fuera el fin del mundo.

Así es como sobrevivo en la ciudad de Quito. «Drogas, putas, armas ratas, mierda. Ciudad de Quito, gente fría como el hielo se disputan en un duelo el mismo suelo». (Tenía que cerrar este texto con la canción de Tzanza Matanza porque es la precisa para mi historia).

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