El 11 de febrero de 2020, el presidente de la República, Lenín Moreno Garcés, realizó una visita oficial a Estados Unidos para reunirse con su homólogo Donald Trump. Uno de los temas que abordaron fue la firma de un acuerdo comercial con el país norteamericano.
En el país, mediante los discursos de inversión extranjera y libre comercio, los grupos de poder políticos, económicos (cámaras de comercio y élites empresariales) y financieros (banca) pretenden convencer que los acuerdos benefician al Ecuador, pues, supuestamente, generan crecimiento económico, atraen inversión extranjera y promueven el empleo.
No obstante, a diferencia de la visión los conceptualiza como favorables o la panacea de los países, los Tratados de Libre Comercio (TLC) y los Tratados Bilaterales de Inversión (TBI) son mecanismos legales de carácter supranacional que constituyen una amenaza para la soberanía nacional, al defender los intereses de las empresas extranjeras.
El discurso de los sectores partidarios de la liberalización económica es que el libre comercio es la causa de la prosperidad y el desarrollo económico. Pero, según el economista Ha-Joon Chang, el capitalismo revela que ninguno de los países hoy desarrollados (cuando eran países en desarrollo), “practicaba el libre comercio (ni una política industrial de liberalización como contrapartida doméstica). Lo que hacían era promover sus industrias nacionales mediante aranceles, tasas aduaneras, subsidios y otras medidas” (2013, 29).
Tal es el caso de Gran Bretaña y Estados Unidos, que alcanzaron jerarquía económica mundial, no por la aplicación de políticas de libre comercio. Al contrario, “en sus estadios iniciales de desarrollo esos dos países fueron de hecho los pioneros y, a menudo, los más ardientes practicantes de medidas comerciales intervencionistas y políticas industriales” (29).
También, el economista Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía 2001, ha denunciado que los tratados de libre comercio no son justos para América Latina; sino perjudiciales para el comercio internacional, pues su deuda externa “supera lo que generan de PIB, lo que provoca que ‘muchos países firmen estos tratados con la esperanza de que esto traerá más inversión y más crecimiento. Parece que esos sueños han quedado en eso, en sueños’, señaló” (El Mundo 2006, párr. 1, 4).
En forma general, los TLC y TBI “violentan la soberanía nacional en pos de los intereses de las empresas extranjeras, menoscabando las leyes locales y los derechos de la ciudadanía y naturaleza”, según Martín Pastor (2018, párr. 1). Para el economista Andrés Arauz, lo más perverso es la cláusula de solución de controversias que le da el derecho directo a la trasnacional para enjuiciar a los estados, sin acudir a las instancias internas (2020, 3: 30).
Existen varios de estos procesos en los países de América del Sur, como la notificación de arbitraje internacional de 250 millones de dólares contra Colombia por parte de la plataforma estadounidense UBER. Esta es una advertencia para que ningún gobierno tome una decisión en contra de la trasnacional digital (Arauz, 2020, 11:40). UBER fue suspendida y, argumentando una expropiación de su negocio, demandó al Estado. Este proceso muestra cómo una trasnacional se aprovecha de los TBI para condicionar la política pública de los países del Sur y evitar que los gobiernos puedan tomar regulaciones (12:38).
Otro caso de reciente data es el de Perú. Una empresa off shore de Odebrechet, amparada en el TBI firmado con Luxemburgo, puso ante el CIADI una demanda arbitral en contra del Estado peruano por 1200 millones de dólares. Lo hizo porque Perú sancionó a la constructora brasileña por las concesiones de dicha empresa (23:30).
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