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La lección mortal que nos dejó el COVID–19 (OPINIÓN)

Aminta Buenaño
Aminta Buenaño

Es solo por ÉL que ansío vivir un poco más para contarlo, porque no quiero que su memoria se borre de la memoria de los que lo conocieron y quiero que sepan que en esta tierra de vanidades y de odios, donde la gente se devora unos a otros como fieras por un trozo de dinero y poder y se piensan inmortales y se atacan vorazmente con despiadada saña e infinita maldad, existió él, Roberto Echeverría Murillo: hombre sencillo, agua de té, pacífico como el cielo, mirada serena, sonrisa reservada como corola que se abre ante la bendición de la lluvia.

Él, que no vivió de los aplausos, que no le interesaban, que no ambicionaba poderes ni espacio, que era como “una monedita de oro escondida en el fondo del mar”, (tan solo necesitaba un libro para leer y un cómodo sillón en donde arrebujarse en las tardes serenas y plácidas de nuestra casa).

Él, que no era un santo, pero era lo más parecido a una buena persona, de presencia incorpórea, rutinaria, vulgar, incapaz de hacer daño a una mosca, se calificaba a sí mismo de hombre “aburrido”, pero era de aquellos aburridos de presencia bienhechora, como el beso de la lluvia sobre la hierba seca.

Siempre tenía una palabra de aliento para el desesperado, el angustiado, el que acudía a su consultorio sumido en un mar de espanto. Estaba presto a dedicarle a los hambrientos de paz todo el tiempo del mundo porque no conocía el egoísmo.

La sociedad de consumo nunca lo consumió

Yo me sentía herida y molesta porque no acumulaba dinero; era como un extraterrestre extraviado en el planeta equivocado. La sociedad de consumo nunca lo consumió, nunca fue su aliado, más bien fue su virtual enemigo. Su desprendimiento llegaba a límites exasperantes. No era religioso pero vivía como un monje, de costumbres ascéticas, frugales, simples. La lectura atenta de la realidad lo hizo atesorar la ciencia y era agnóstico por naturaleza.

Era él, solo él, un hombre común, un hombre honesto cuya imagen no puede ser borrada de la faz de la tierra porque vivió para hacer el bien, curar enfermos, apoyar y rehabilitar a cientos de adictos y poner su mano y voz sanadora en donde la necesitaran. Era Leve, imperceptible, nadie se viraba a verle, no llamaba la atención, no le gustaban los discursos grandilocuentes ni los sabelotodo.

“El palestino” Echeverría

Tenía una personalidad firme como el acero, no se dejaba embaucar por charlatanes ni vendedores de humo y defendía su posición con un poderoso bagaje intelectual que desarmaba al adversario. En el Hospital Psiquiátrico, en donde laboró un tiempo, le llamaban “El palestino” Echeverría por la kufyya, un pañuelo tradicional que yo le traje en uno de mis viajes y por sus firmes posiciones ideológicas.

Tímido, reservado, huía de la ostentación y de las multitudes; tenía pocos, pero selectos amigos. Pasaba tan desapercibido para el mundo como el oxígeno para la gente sana, como la sombra que nos sigue silenciosa; tan solo los perros callejeros que inexplicablemente lo seguían y le lamían las manos (ante mi furia y desespero frente a animales zarrapastrosos y enfermos que se encontraban con un espíritu franciscano) o los gatos que se refocilaban tras sus piernas como si guardara en los hilvanes de su pantalón un apetitoso pedazo de carne.

Feminista a muerte

Era luchador, revolucionario y feminista a muerte. Estudiaba el feminismo con el mismo rigor y espíritu científico como estudió en su juventud el marxismo y el existencialismo de Sartre y los conceptos de Simone de Beauvoir. Ya en su madurez, urgido por su hambre de conocimientos, hicimos juntos un máster sobre feminismo en la Universidad rey Juan Carlos de Madrid. Escribió una espléndida tesis sobre mujeres y alcoholismo dirigido por la filósofa feminista Ana de Miguel.

En los últimos años de su vida no tenía más razón para vivir que su familia a la que adoraba, no ambicionaba nada más que sus libros, la música clásica y el jazz que lo apasionaba; conversar y escuchar a la gente con todo su cuerpo porque era psiquiatra y, por más seña, anti–siquiatra a la manera de David Cooper y de Michel Foucault. Tenía un Kindle Amazon que era como su devocionario en el que almacenaba más de 300 libros, fuera de los 4000 volúmenes de nuestra biblioteca. Sin duda esta trasnacional va a lamentar su muerte, pues pierde uno de sus fieles y devotos clientes y el comentarista gratis de sus libros.

Su jubilación era un júbilo de lecturas

Era capaz de leer cuatro libros a la vez como si le pagaran por ello y devorarlo en una semana, porque se había jubilado recientemente y la jubilación la había convertido en un júbilo, un derroche de alegría, para la lectura, tanto que lo único que lamentaba –decía– era que no iba a tener vida para leer tantos libros buenos que había en el mundo. Nunca conocí a alguien que se emocionara y disfrutara tanto con la lectura, nunca conocí a alguien que llorara y se conmoviera por las historias que le contaban otros y, por él, comprendí aquello que dijo alguna vez Jorge Luis Borges: “Que otros se enorgullezcan por lo que han escrito, yo me enorgullezco por los que he leído”.

Podía leer 12 horas al día seguidas sin responder a mis reclamos porque me enfurecía que pasara tantas horas arrellanado al sofá y no se moviera e hiciera ejercicios. Yo era su madrastra, el hada mala que lo vivía aguijoneando por su escaso interés por el dinero, por regalar su tiempo a cualquier alma desesperada que lo exigiera, por no poner los pies sobre la tierra y vivir del aire. Lo único que no comprendía yo era que ese aire que respiraba era amor, que esa apacibilidad que me inquietaba era amor, que ese silencio que inundaba nuestra casa era iluminado por la serenidad de su presencia, que ese proyecto de vida que le reclamaba la había afincado en nosotros. Su familia era su proyecto de vida, no la empresa, el dinero o la fama.

Cuando alguien muere del covid hay almas malas que encima del dolor de la muerte abundan en sus acusaciones. Se murió porque hizo esto o no hizo lo otro. Aturden a la familia con sentencias y responsabilidades. La culpa se cierne como un murciélago patas arriba. Roberto era médico, se cuidaba con la atención y escrupulosidad con que reza una hermanita de la caridad. Sabía todo lo que podía ocurrir. Se cuidaba él, cuidaba a su familia. Hasta el viejo gato Thelonius era objeto de sus atenciones.

Habíamos sobrevivido a la primera ola de la pandemia. Con alegría, juntos, llenos de libros y música, cuidándonos, muy unidos ante la tragedia universal que asolaba a Guayaquil. Nos creíamos a salvo.

Hermosa cena mortal

Recibimos una invitación para pasar el fin de año con familiares. Roberto aceptó porque en aquella reunión no iban a estar presente más de diez personas. Fuimos, era importante para nosotros, se trataba de familiares queridos. No sabíamos que el ángel de la muerte aleteaba detrás de nuestras nucas. En aquella hermosa cena mortal había personas mucho mayores que mi esposo, incluso había una señora de más de 85 años, frágil como un pajarito, a la que el virus ni siquiera tocó.

Todos parecíamos sanos y felices, reíamos, conversábamos, alegres ante el futuro luminoso de nuestros vástagos. Contentos de un nuevo año que parecía esperanzador ante la aparición de la vacuna y las elecciones presidenciales que prometían un cambio. Ciegos ante la tragedia y la muerte. Después de dos días regresamos a casa. Nos llamaron a informar que la anfitriona de la cena había dado positivo, que nos hiciéramos la prueba. Nos la hicimos. Estábamos contagiados. Mi esposo siguió los protocolos médicos, compramos todas las medicinas, nos confinamos. Nuestro único hijo, Juan Manuel, estuvo al pie como un ángel tutelar cuidando de sus padres, dejó su trabajo, su novia, sus intereses, todo. Se entregó por entero, se asesoró de médicos. Sus padres, dijo, eran su prioridad. Estábamos bien, estables, una leve fiebre, una tosecita tonta, un carraspeo en la garganta. Nada de importancia. Eso fue el 8 de enero.

Yo estaba tan bien que el lunes 11 pude escribir un artículo para Radio La Calle que se titulaba “Reflexiones en tiempos de elecciones y pandemias”; y, como siempre, el primer lector, el crítico puntilloso, fue él, comentó algunas ideas, y se recostó a seguir leyendo en su famoso Kindle junto a su gato negro que con sus grandes ojos amarillos lamía su sombra.

El miércoles 13 a la noche se le bajó la oxigenación de los pulmones a 79, llamamos a Médicos a domicilio, vino un ángel de bondad el doctor Perlaza que nos urgió por un tanque de oxígeno que mi hijo consiguió a precios astronómicos. Durmió sentado esa noche y a la mañana siguiente comenzó a tener escalofríos, la doctora, pequeña, joven, gordita, muy activa que vino a colocarle el tanque de oxígeno pidió que lo internáramos. Lo llevamos al Hospital Covid del Bicentenario, estuvo dos días, se mantenía estable en 88, consumiendo 15 litros de oxígeno.

Quince minutos en el anfiteatro de la muerte

El sábado 16 nos dijeron que iba a ser traslado a la Clínica Guayaquil porque necesitaba un centro médico más complejo, precisaba UCI. A mi criterio, el traslado lo mató. En la ambulancia se le bajó la oxigenación a 74. Conversaba conmigo, decía que si entraba a UCI no salía, tenía terror a la intubación, presentía su muerte.

Cuando llegó lo trasladaron a la sala de Choque. Yo estaba en administración, porque como siempre sucede la burocracia privada estaba más preocupada de que se cumplan los procedimientos antes que la vida del paciente. Incluso me dijeron que no podía quedarme dentro de la clínica. No hice caso, pero no fue necesario.

No duró ni quince minutos en aquel anfiteatro de la muerte. Vino una doctora jovencísima a decirme que tenía mal pronóstico. A los cinco minutos me avisaron que había tenido un paro cardiaco y que lo estaban reanimando. Yo caí de rodillas rogando a Dios por su vida, que era demasiado joven y demasiado bueno, que lo necesitábamos. En cinco minutos vino un doctor bisoño a comunicarnos que había muerto. Yo corrí, exigí verlo, no podía creer que quince minutos antes había hablado con él en su camilla de traslado y ahora se había ido. Todavía no lo creo. Estaba tan bien que incluso, minutos antes, me preguntó hasta por sus compañeros de trabajo y me dijo con horror que en el hospital que había dejado lo querían intubar.

Entré a la sala, vi su cuerpo desnudo, inerte, exánime, con los ojos para atrás como un Cristo en agonía y su barriga hinchada con un tubo atravesando su garganta. Y no pude más y aquí estoy. Eso fue el 16 de enero a las 8:30 pm.

Escribo para sobrevivir al siguiente instante

Escribo esto para no morirme. Escribo porque es necesario, porque siento una angustia muy grande en el pecho que me impide respirar. Escribo para sobrevivir al siguiente instante. Escribo para exorcizar el dolor. Escribo para que no se evapore del recuerdo la imagen de una persona muy querida por mí. Escribo porque sé que lo que me (nos) pasa le puede ayudar a muchas personas ante el covid que es como la presencia invisible del mal y está en todas partes y hasta las personas, tan responsables como Roberto, pueden sucumbir frente a este mal.

La lección que me ha dejado Roberto es una lección de amor.

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