La Gasca, el dulce barrio del recuerdo-(Crónica homenaje)

Quito, 1 de feb, (La Calle).-Todos los moradores de La Gasca sabíamos que la montaña habla. Cuando las nubes se hundían entre las copas de los árboles, la lluvia era inminente; si flotaban mansas en lo alto, nos quedaban 40 o 45 minutos antes de que cayera el aguacero.

Entonces, podíamos seguir la cosecha de nísperos en el perímetro de la casa del gringo “Klein”, ubicada en la calle Pablo Palacio. Allí trepados sobre el cerramiento de la enorme propiedad, comíamos las frutas, aunque los mirlos se alborotaban. Después, los tres de siempre, nos dirigíamos en bicicleta hacia la avenida Gatto Sobral.

Frente al ciprés que marcaba el límite del barrio con la Universidad Central pelábamos los nísperos y las historias. A nuestras espaldas la facultad de Veterinaria y Zootecnia que una vez tuvo un parque de flores abiertas que creaban figuras rodeadas por un sendero de tierra. Por allí bajábamos a la Jerónimo Leiton, luego era cuestión de ir a la residencia universitaria.

Más allá estaba “el otro mundo”, las facultades de Sicología y la de Comunicación que luego se volvería importante como las otras canchas de la Universidad, una planicie de asfalto, destinada solo a los borrachos de turno y vendedores de drogas. Por ellos, colocaron esos guardias que nos obligaban a volver a casa.

Fue en La Gasca donde conocí de alacranes y ratas, a estas últimas todavía les tengo miedo. Recuerdo como durante el terremoto de Baeza de 1987, nos pasaban por los pies como diciéndonos: “¿por qué no corres soquete?”, pero a dónde me iba a ir si La Gasca era mi barrio. Si algo andaba mal, tan solo debía subir a la Domingo Espinar, a la Javier Lizarazu o a la Enrique Ritter donde estaban otras canchas para jugar básquetbol y hasta canchas de tenis, cortesía de la Facultad de Educación Física de la Universidad Central. Allí me esperaban más amigos y el perro más bueno del mundo, un gran pastor alemán al pie de un garaje, manso y bello, con esa oreja caída y una gran sonrisa en el rostro.  

Pronto nos hicimos dueños del barrio. Fuimos adolescentes al pie del Colegio Francisca de Las Llagas, pues en El Spellman nunca tuvimos suerte. Pasamos una y otra vez frente a ese universo azul-blanco de uniformes y siluetas y cabellos sueltos, moviéndonos “rectito” pues a las chicas nos les gustan los curcos.

Cuando se hartaba mamá me llevaba a misa a Pambachupa. Nombre extraño, de otro mundo quizás, aunque si era Domingo de Resurrección, nos llevaba al Seminario Mayor, donde el cura emitía su homilía con un sonido de matriz y no de sucursal, como ocurría en Pambachupa.

En la cuesta de La Gasca hacía competencias con otra persona que subía por la acera.  A la altura del semáforo del que fue el Centro Comercial América (ahora Supermaxi) hundía los talones cuadra por cuadra, en una competencia que solo tenía sentido para mí. Muchas veces me venció la subida a la altura de la escuela Miguel de Hierro o en el pasaje de la Romualdo Navarro. Con la lengua afuera llegaba a mi cuadra de aceras pecosas, de cortinas semicerradas, de terrenos abandonados donde crecían los sambos.

Me gustaba el aguacero de las tres de la tarde, pues era el momento que los estudiantes corrían tapándose con los libros recién comprados. “Que miedo que ya no llueva”, decía mamá en invierno y tenía razón, enormes ríos recubrían las alcantarillas que rebosaban de inmediato.

Dentro de las casas se escuchaba “ayuden a guardar la ropa” y subíamos a cargar pantalones tiesos y medias que se volaban en plena tormenta. De reojo, mientras saboreaba la lluvia, miraba a la montaña negra entre la bruma.

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