Grandes desdichados | Primera parte: Stefan Zweig

Por: María Isabel Burbano

¡Saludo a todos mis amigos! ¡Ojalá lleguen a ver la aurora tras esta larga noche! Yo, excesivamente impaciente, me adelanto a todos ellos".

Esas fueron las últimas frases que escribió el escritor e intelectual austriaco nacionalizado británico, Stefan Zweig. Se suicidó en Petropolis, un municipio a 68 km. de Río de Janeiro. Brasil fue para Zweig, un paraíso perdido tras la desesperanza que le trajo la II Guerra Mundial. En el país sudamericano, donde tenía muchos adeptos de su obra, decidió partir un 22 de febrero de 1942. Según la autopsia, él y su esposa Lotte Altmann ingirieron una gran cantidad de barbitúricos para ponerle fin a su vida. Él se suicidó primero. Ella, unas horas más tarde. El 24 de febrero, la asistenta del chalet donde se alojaban encontró sus cuerpos juntos en la cama. Unos días antes, el escritor había preparado sus escritos que faltaban por publicar y redactó su testamento. Tenía 60 años.

Cada día pasado aquí ha contribuido a querer más a este país (Brasil), en ningún otro lugar hubiera deseado reconstruir mi vida de nuevo, después de que el mundo de mi propio idioma se derrumbó y mi hogar espiritual, Europa, se autodestruyó.

Zweig (1881 – 1942) fue uno de los muchos escritores que vivió ambas guerras mundiales. Un alma frágil, pero creativa e intelectualmente rica. Del seno de una familia judía, estudió y se doctoró en filosofía en la Universidad de Viena. También tomó varios cursos de literatura y era un lector voraz.

Aguzado el olfato de nuestra nariz indiscreta, husmeábamos en todo. Nos colábamos en los ensayos de la Filarmónica, hurgábamos en las tiendas de los anticuarios, diariamente revisábamos las vitrinas de las librerías para enterarnos inmediatamente
de cuáles eran las novedades desde la víspera. Y, sobre todo, leíamos, leíamos todo lo que nos caía en las manos. Sacábamos libros de todas las bibliotecas públicas y, unos a otros, nos dejábamos prestados los hallazgos que conseguíamos encontrar.

Fragmento de El mundo de ayer, memorias de un europeo

En 1901 publicó su primer poemario Silberne Saiten (Cuerdas de plata). En 1911 aparece la novela Ardiente secreto. Para la I Guerra Mundial fue declarado no apto para el combate por lo que sirvió en el Ejército austrohúngaro como empleado de la Oficina de Guerra. Desarrolló una convicción antibelicista y decidió exiliarse a Suiza.

Allí nació Jeremías (1917), una obra de teatro antibelicista que se inspira en la biblia y el profeta Jeremías para hablar del sufrimiento humano y cómo los gobernantes conducen a su pueblo a la guerra por su egoísmo.

Jeremías: ¡Trancad las puertas! ¡Echad los cerrojos! ¡A las murallas…! ¡A las murallas! ¡Oh, centinelas, qué mal habéis cumplido con vuestra obligación…! ¡Ya vienen…! ¡Ya los tenemos aquí! El fuego caerá sobre nosotros… devorará el templo. ¡Auxilio! ¡Socorro! Las murallas se vienen abajo, las murallas…

Primer diálogo de Jeremías

Acabada la guerra en 1918 regresó a Austria y se radicó en Salzburgo. En 1920 se casó con Friderike Maria Burger von Winternitz, una admiradora de su obra. Pasó esa década de su vida escribiendo novelas, ensayos y biografías, la etapa más productiva de su vida. Aparecieron entre otras, Carta a una desconocida (1922), Noche fantástica (1922), La confusión de los sentimientos (1927), Veinticuatro horas en la vida de una mujer (1927). También Tres maestros (1920) Fouché, el genio tenebroso (1929), La curación por el espíritu (1934), Américo Vespucio (1931), Maria Antonieta (1932).

En 1927 aparece Momentos estelares de la humanidad, una novela histórica que narra pasajes importantes en la historia de la humanidad, de acuerdo con el autor. Una de sus obras más importantes.

Cuando un hombre sagaz, pero no particularmente valiente, se encuentra
con otro más fuerte que él, lo más prudente que puede hacer es hacerse a un
lado y esperar, sin sonrojarse, a que el camino quede libre.

Primer párrafo de Momentos estelares de la humanidad

En 1934 se traslada a Londres tras los problemas para publicar en Alemania. A pesar de la distancia escribió Die schweigsame Frau, una opera del compositor Richard Strauss con quien trabó amistad. Sweig fue definido como ‘no ario’, pero Strauss siempre lo defendió y se negó a quitar su nombre del cartel de la ópera que fue prohibida después de tres representaciones.

En 1934 inició viajes por América del Sur. Sus libros fueron prohibidos en la Alemania nazi. En 1938 se divorció de su primera esposa y ese mismo año la Italia de Mussolini. En 1939, mientras Hitler invadía Polonía, él averiguaba en Bath, Reino Unido que se necesitaba para el matrimonio civil. Se casó ese año con Lote Altmann, su secretaria y obtuvo la nacionalidad británica.

Pero tras cumplir los sesenta hacen falta muchas fuerzas para comenzar totalmente de nuevo. Y las mías están agotadas por tantos años de errar sin patria. Por eso considero mejor cerrar a su debido tiempo y con actitud erguida una vida en la que el trabajo intelectual y la libertad personal me han dado las mayores alegrías y me parecen el más alto bien de esta tierra.

En 1941 se trasladó a vivir a Brasil, donde obtuvo su residencia. En Alemania, que tomó a Austria bajo régimen nazi, sus libros se quemaron y prohibieron. Zweig no creía que las cosas iban a cambiar tan pronto y estaba convencido que los nazis se extenderían por el mundo. Ver perderse a Europa en la semilla maligna que Hitler sembró, terminó por quebrar sus cimientos y lo llevó a la muerte.

Las declaraciones de mi amigo despertaron mi más viva curiosidad. Toda la vida me han fascinado los monomaníacos, aquellos que están obsesionados con una idea fija, pues entre más se limita uno, más cerca está de lo infinito. Estos seres, que, en apariencia, se han alejado del mundo, son precisamente los que, como termitas, utilizan su propio material para crear una curiosa y mínima versión del mundo

Extracto de Novela de ajedrez

Postumamente se publicó El mundo de ayer, una autobiografía, donde prefirió no contar mucho de sí mismo si no una línea temporal de lo que sucedió en Europa durante los 20 primeros años del siglo XX.

Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, en ese «no sé adónde ir» que ya me resulta tan familiar. Pero no me quejo: es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; sólo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia. Por eso mismo, espero poder cumplir la condición sine qua non de toda descripción fehaciente de una época: la sinceridad y la imparcialidad.

Fragmento de El mundo de ayer, memorias de un europeo

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