Por Juan Carlos Cabezas / @liberjuan
Quito, 03 may (La Calle).- Carola Pazmiño, coordinadora de los albergues creados para atender la emergencia del COVID-19 en Quito, espera se evapore el vapor que nubla sus gafas. Una vez despejados los cristales continúa el recorrido por el espacio adaptado al interior del Parque del Arbolito, al norte de la ciudad.
Es un área cercada de al menos 200 metros cuadrados que comprende áreas verdes y un “galpón para las artes” dividido en espacios para alimentación, convivencia y descanso. El otrora espacio cultural es hoy un centro de acogida de la mendicidad, a partir de la coordinación entre el Municipio de la Capital y el Núcleo de la Casa de la Cultura de Pichincha. Guardias Metropolitanos controlan el acceso. Frente la puerta principal, un concejal aguarda que se enciendan las cámaras de televisión –a las que tan acostumbrado está– para entregar una donación.
Son las nueve de la mañana y los 50 internos de este albergue ya han desayunado, otros toman el sol en las bancas ubicadas en los espacios abiertos del lugar, el resto marcha a una zona abierta para sus rutinas de gimnasia. Se escuchan risas, bromas, gritan: “nada de fotos”, “fuera prensa vendida”. Con algo de vergüenza caminamos por entre la tragedia.
A Carola le consultan cada detalle, en especial sobre la comida y la desinfección del lugar. Aquí nada es sencillo. Prácticamente, todos los internos mendigaron comida o dinero, para volverla droga o alcohol. Con seguridad, todos superaron noches imposibles en los portales del Centro Histórico y amaneceres como de papel de estaño en las que el desamparo acompaña a la luna.
Desde hace más de un mes, duermen en una cama con sábanas limpias, se alimentan cinco veces por día y reciben atención médica, sicológica y ocupacional. “Se calcula que el Distrito Metropolitano existen al menos seis mil personas en situación de calle, 700 de forma itinerante en los albergues de la ciudad; 100, de ellos, en los dos espacios creados por la emergencia del COVID-19”, sostiene Carola Pazmiño, que nos invita a buscar otros testimonios.
La ética de Flavio
El lojano Flavio Pucha (61 años) está listo para conversar. Ha terminado su sesión matutina de ejercicios y espera su turno. De entrada, muestra un libro que ha ocultado entre sus ropas: La Ética para Amador (1991) de Fernando Savater. Se lo prestaron en el albergue, donde se ha colocado un punto de lectura.
¿Qué pasó con su familia?, escucha nuestra pregunta y cambia de gesto: “Hablar sobre mi familia es lo más triste. Mi padre está sobre los 100 años y yo tan lejos de su lado. Soy alcohólico, aunque me haya repuesto bastante. Por mucho tiempo me dejé llevar por el alcohol, ¿sabe?.
Dormía en las veredas por el sector de La Marín, otras veces por el sector del Colegio Mejía, pero siempre cerca del trago. Es como si me llamara todo el tiempo, se lo escucha como una voz que retumba. Pensé muchas veces en eliminarme, pero al final retrocedía. Algo en mi cabeza me decía: ‘no, no lo hagas’. Pienso que serían las ganas de volver a ver a mi padre o a mis hermanos, aunque ya no quieran saber de mí.
¿Cuándo iniciaron mis problemas? Todo comenzó cuando no pude terminar el colegio: un profesor me expulsó en quinto curso. Luego, conocí a algunas amistades equivocadas; después, tuve algo de suerte, encontré trabajo y llegué a las Islas Galápagos, eso sí, tomaba. Me enamoré, me casé y me divorcié, siempre sin hijos. Descubrí que había perdido el control. Era un preso más de la soberbia, del orgullo y, por supuesto, del trago. Ahora vivo en un albergue, agradezco a todos los que nos permitieron el ingreso y ojalá algún día dominemos el virus; ojalá también recupere el control y nunca, pero nunca, vuelva al alcohol”.