Cómo se vive en Madrid durante una pandemia
Por: Miriam Maeso
Esto no es ficción. Conviene señalarlo porque puede parecer distopía orwelliana, pero lo cierto es que no lo es. Cuando Pedro Sánchez (presidente del Gobierno de España) decretó el estado de alarma en España el 14 de marzo poco podíamos suponer acerca de qué significaría esto para nuestras vidas. Al principio nos enfrentamos al Covid-19 con despreocupación y con cierta resignación. ¿Cómo se atrevía a coartar nuestra libertad de movimiento o la posibilidad de quedar con nuestros amigos después de la jornada laboral? ¿Cómo podía invadirnos de este modo?
Recuerdo que mi madre ya estaba bastante preocupada en febrero. Me compró mascarillas, guantes y gel hidroalcohólico –artículos que, posteriormente, la ley de la oferta y la demanda se encargaría de disparar por los aires y hacerlos inaccesibles por su alto precio o su difícil localización–.
También recuerdo mi rechazo y deseché inmediatamente incorporarlos en mi rutina. Su obsesión era constante: ponte guantes y mascarilla cuando subas al metro. Supongo que la juventud y la ignorancia fueron factores determinantes para no asumir la gravedad de las circunstancias que mi madre, intuitiva, supo adivinar un mes antes del confinamiento.
Después del 14 de marzo, nuestras vidas cambiaron radicalmente. Me sobreviene a la memoria la tensión que sentí la primera vez que fui al supermercado. No solo hay que ser prudente con la distancia de seguridad y aguardar largas colas para no sobrepasar el aforo del recinto, también se debe limpiar lo que se ha comprado con lejía para desinfectar la posible presencia del virus y, por supuesto, se debe lavar la ropa inmediatamente cuando se llega a casa. Todo esto se convierte en un terrible proceso agotador, no solo físico, sino también mental.
Sin embargo, todo esto que relato es algo trivial si lo comparo con aquello que me resulta más inhumano e injusto. La gente muere sola. No podemos despedirnos de nuestros seres queridos. A los entierros solo puede asistir un máximo de tres personas. Nuestros ritos se desaprenden y nosotros, los que nos quedamos aquí, nos vemos obligados a resignificarlos. La necesidad del adiós en nuestra cultura fue, quizás, la primera víctima.
No quiero olvidar, por supuesto, la problemática de los hospitales, desbordados y sobrepasados ante la falta de recursos y de personal sanitario. Madrid, donde resido actualmente, es el foco candente de esta inquietud. Leo en Twitter las quejas constantes de pacientes que no pueden aspirar a una cama hasta dos o tres días después, la manera en la que las UCIS se ven colapsadas ante la falta de respiradores y de trajes EPI para el personal sanitario.
No obstante, no quiero concluir con este tono apocalíptico que la realidad nos plantea. También quiero señalar que esta etapa nos está mostrando la mejor cara que tenemos como sociedad: estamos recuperando lazos de afecto que creíamos rotos –no hay día que no haga videollamada con algún amigo del que no sabía nada desde hace tiempo–; hemos recuperado el concepto comunidad en esta vorágine que es Madrid –ahora sé quiénes son mis vecinos y también sé que, si me contagio, ellos se ofrecerán para hacerme la compra–; salimos cada día a las ventanas a las 8 de la tarde para aplaudir, en un rito hermosísimo y gregario, por la sanidad pública de este país, por el personal sanitario, por el personal de limpieza, por los trabajadores de los supermercados, por los transportistas… aquellos que más se exponen en esta crisis y que la sociedad se había encargado de rebajar a sueldos mínimos y a quienes ahora consideramos imprescindibles para que el sistema no se venga abajo.
Quédense en casa, ya que disponen de ella –pienso en todos aquellos que no tienen recursos y mucho menos un techo para resguardarse–. Quédense en casa porque es la única manera de revertir esta situación. Quédense en casa, sean solidarios, porque solo así podremos recuperar lo más pronto posible nuestras vidas.