Por Rafael Rubio Rubio
Hay decisiones que revelan mucho más de lo que aparentan. En medio de un país golpeado por la violencia, el desempleo, el colapso educativo y la precariedad en la salud pública, la Asamblea Nacional de Ecuador dedicó su tiempo y su aparato legislativo a declarar a Palanda como el origen del cacao. Ciento seis votos afirmativos, una resolución, aplausos protocolares. Y mientras tanto, los muertos siguen sin justicia, los jóvenes sin estudio ni trabajo, los enfermos sin medicinas.
No se trata de despreciar el valor cultural e histórico del cacao. Se trata de entender prioridades. De recordar que cuando Roma ardía, los senadores debatían sobre el grosor de las togas. Declarar a Palanda “cuna del cacao” puede ser un bonito gesto simbólico, pero cuando la casa está en llamas, preocuparse por el aroma del chocolate resulta grotesco.
El problema no es solo la desconexión. Es la normalización del sinsentido. La política convertida en performance. La Asamblea, que debería ser la caja de resonancia de los dramas nacionales, hoy es un teatro donde se representan farsas que insultan la inteligencia ciudadana. Cada resolución anodina es un recordatorio de un Estado que no escucha, que no siente, que no ve.
En un país que se cae a pedazos, los legisladores prefieren edificar fantasías. Declaran patrimonios, cumbres, flores, sabores, mientras la realidad los atropella. No entienden —o no quieren entender— que gobernar no es acumular resoluciones inútiles, sino enfrentar el presente con coraje, imaginación y responsabilidad.
Y mientras ellos celebran su “gran logro”, el pueblo, ese pueblo al que juraron representar, sigue abandonado, sigue enterrando a sus muertos, sigue huyendo del país en aviones o en balsas improvisadas. La historia está llena de gobiernos que bailaron mientras su pueblo se incendiaba. Ecuador, lamentablemente, no está escribiendo una excepción.
Porque cada hora que pierden en banalidades, cada voto que desperdician en ceremonias vacías, es una hora más de dolor para las madres que buscan a sus hijos desaparecidos, un voto menos para las reformas urgentes que la sociedad exige a gritos.
La historia juzga a las generaciones no por sus gestos simbólicos, sino por su capacidad de afrontar las tormentas. Y esta Asamblea, lamentablemente, parece más preocupada por colgar medallas imaginarias que por salvar el barco que hace agua.
Al final, las naciones no se hunden por falta de cacao o de declaraciones folclóricas. Se hunden cuando quienes deben sostener el timón renuncian a pensar, a sentir, a luchar.
El Ecuador profundo —el que sufre, el que trabaja, el que resiste— no necesita más placas conmemorativas. Necesita dignidad, justicia y futuro. Y esos no se resuelven en una resolución.
El tiempo de la paciencia ya expiró. Nos queda el deber de recordarles que los pueblos también tienen memoria, y que en la historia, los irresponsables nunca terminan bien.
Mientras ellos legislan el folclore, nosotros sobrevivimos la tragedia. Mientras ellos decoran discursos, nosotros cargamos ataúde tras ataúde de una república que exige algo más que cacao: exige dignidad.
Cuando el polvo de los discursos se asiente y las estatuas de bronce se oxiden, quedará la pregunta que siempre persigue a los mediocres: ¿para qué estuvieron allí si no fue para cambiar nada?