Quito, 12 ene (La Calle). – Casi no lo logro, pero tuve la buena suerte de que la exposición Van Gogh vivo se extendió unos días más. El pintor neerlandés es uno de los más importantes de la historia del arte, pero también uno de los más sobrecogedores. Cuando miro sus pinturas es como mirar un espejo que refleja el dolor del artista, uno que le persigue toda la vida.
Los ojos en sus autorretratos muestran esa angustia por la vida. Vincent Van Gogh tenía un alma frágil que aparecía en sus pinturas, ya sean de sí mismo o de lo que miraba en su entorno. La exposición muestra en cuatro salas, la evolución del trabajo de Van Gogh. La influencia de Rembrandt, que se nota en el uso de colores y atmósferas más oscuras, su amor obsesivo por el color amarillo y la gran amistad que lo unía a su hermano Theo.
También cuentan el episodio de la oreja. Van Gogh vivía en Arlés con el pintor francés Paul Gaughin en la casa amarilla y su relación no era la mejor. Un día le avisó que se iba de la casa y Vincent lo persiguió con una navaja para finalmente automutilarse la oreja. Después de ese episodio, su hermano lo llevó, por petición del artista, al sanatorio Saint-Rémy. Allí pintó La noche estrellada que podía apreciar desde su ventana en el psiquiátrico. Fue un espacio de calma donde pudo desarrollar gran parte de su trabajo. En el último año de su vida pintó más de una centena de cuadros, de los cuales solo vendió uno. Murió en 1890 en brazos de su hermano, quien lo seguiría unos meses después.
Para mí, Van Gogh fue un genio incomprendido, tuvo que pasar un tiempo para que sus obras adquieran valor ante los ojos del mundo y los coleccionistas, para que adornen las paredes de los museos y la gente admire la capacidad de la pintura para mostrarnos a una persona. El recorrido por la muestra es un agradable recordatorio de la capacidad creativa del ser humano, que con un pincel y una paleta de colores puede cambiar el juego.
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