Quiero iniciar esta reflexión con una cita del poeta y dramaturgo Bertolt Brecht:
“El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio del pan, del pescado, de la harina, del alquiler, de los zapatos o las medicinas dependen de las decisiones políticas”.
Un analfabeto político es aquel que habla sin saber y vota sin conocer. En el desierto de las ideas se multiplican como la levadura y sus resoluciones son peligrosas porque están basadas en la ignorancia. Son como un cardumen de peces desquiciados en el océano de lo social.
En cambio, un ciudadano alfabetizado es el que se interesa en la cosa pública desde el conocimiento. Que, al conocer, exige. Que no se queda solo en la apariencia, sino que busca, se informa, investiga.
Que comprende los problemas más importantes de su comunidad y desde ese bastión participa, opina, delibera, se organiza para exigir sus derechos. Que es consciente de que el desconocimiento de la ley no es excusa alguna.
Aristóteles decía que el ser humano es un animal político en cuanto vive en comunidad y actúa socialmente. Él creía que una vida política plena, en la que los ciudadanos participen y gobiernen en la polis, era una vida buena y feliz. Para él, la política –el arte de la gobernanza-, era una necesidad vital para el orden y la buena convivencia en la sociedad.
El analfabeto político que se mueve en la niebla del quemeimportismo justifica su inacción e indiferencia con el estribillo: “Yo no vivo de la política, yo vivo de mi trabajo”, y repite arrogante este cliché, sin pensar ni entender que el que tenga o no empleo, que sufra o no apagones, que se haga o no obra pública, que comamos o no, así como todas las decisiones simples y vitales de la vida, dependen de esa política que tanto odia. Se autodenomina apolítico, aunque esa categoría no exista.
Este analfabeto es el caldo vivo que en su hervor prosperan toda clase de tiranuelos, brabucones, dictadores, pasantes y politiqueros, violadores contumaces de las leyes nacionales e internacionales.
No reclama, no dice nada, acepta pasivamente todo –como se acepta la lluvia o las malas cosechas–, que casi siempre es grave, como lo que hoy vivimos, como una maldición del destino, como algo inevitable, igual que en las tragedias griegas. Se comportan como en el cuento del elefante que, amarrado a una estaca desde bebé, ya adulto, desconoce la enorme fuerza de su poder, y no se revela.
Con su mortal indiferencia avalan todos los atropellos que se cometen contra él. Un ejemplo, el derecho a la energía eléctrica es un derecho básico (servicio público), cuyos principios están sustentados en la seguridad del suministro, cobertura y acceso, y por el cual pagamos de forma onerosa. Con los apagones hemos sufrido oscuridades de hasta catorce horas. Ahora que nos dan ocho, hay personas que suspiran emocionadas y ojos al cielo hasta agradecen, como si el suministro de energía fuera una dádiva del gobierno y no una potestad ciudadana que se debió preservar y proteger, y que el Estado está obligado por ley a cumplir. Otros, ingenuamente, hasta romantizan el despojo y conculcación que ha llevado a la ruina a miles de empresarios, trabajadores, estudiantes y que ha afectado aún más la salud mental de las familias ecuatorianas.
Son las mismas que están convencidas de que los apagones son por la falta de lluvia, culpan a san Pedro y rezan para que “papito Dios” nos envié el agua que falta. Son las que le entregan un cheque en blanco a un presidente cada cuatro años; creyendo ingenuamente en pajaritos en el aire, en zapatitos rojos, en muñecos de cartón, en videos de TikTok. Sin cerciorarse, aunque se llamen cristianos, la rotunda verdad del texto bíblico: “Por sus frutos los conoceréis”. Esta es una verdad tan demoledora que hasta nuestros abuelos en la tradición oral nos dicen: “No creas en las palabras, porque las palabras se las lleva el viento. Cree en los hechos, en lo que hacen y no en lo que dicen”.
Es una masa informe e ingenua que confunde política con politiquería. Que está convencida que el actuar vergonzoso y rapaz de algunos, se convierte en el sello de identidad de todos. Y, con ese estigma, generalización y desprecio, aleja a gente honorable que desea contribuir a los cambios sociales.
Y es, precisamente, esa supina indiferencia, la que atrae como un imán al escenario político a individuos inescrupulosos, mentirosos y de mala ralea que ven en este vasto territorio el respaldo amoral que les permite la corrupción, el enriquecimiento ilícito y la apropiación privada de los bienes públicos que nos pertenece a todos. Precisamente aquellos males de los que más se queja para justificar su inacción.
Lo triste para la democracia participativa, es que es gente que ni siquiera conoce sus derechos, y por lo tanto está imposibilitada de reclamarlos. Y cada cuatro años, en su estulticia, se suicida, convirtiéndose en verdugo y cómplice de su propia desgracia.
La consecuencia de tener tanto analfabetismo político es sufrir los peores y más nefastos gobiernos, frutos del engaño y la mentira. Con discursos vacíos que más tienen que ver con manipulación y memes en las redes sociales.
La consecuencia de este analfabetismo es la incoherencia, la corrupción, el robo impune en las arcas públicas y la burla permanente de las promesas incumplidas. Las consecuencias son cero obras públicas, apagones, crecimiento del crimen y la violencia a límites demenciales, además de gente muriéndose por falta de diálisis, niños con cáncer sin medicinas y falta de inversión en el área social por el cuento del “estado obeso”, aunque lo único que se torna obeso son las chequeras de estos politicastros. El resultado son las medidas empobrecedoras como el alza del IVA y de la gasolina a un pueblo que muere por inanición, entre la miseria, una brutal violencia y el desempleo.
Los mercaderes de la política ven en esta conducta una manera muy jugosa y rentable para la manipulación y para hacer presidenciable a cualquiera que llene su billetera.
En su libro, “El arte de ganar, “el politólogo Durán Barba, dice:
“El electorado está compuesto por simios con sueños racionales que se movilizan emocionalmente. Las elecciones se ganan polarizando al electorado, sembrando el odio hacia el candidato ajeno. El papel de los medios es fundamental, no hay que educar a la gente. El reality show venció a la realidad”.
Sin embargo, de sufrir esta condición, no es totalmente responsable nuestro analfabeto; porque los gobiernos neoliberales de extrema derecha que hemos sufrido niegan la educación al pueblo, no cumplen con el presupuesto asignado, retacean todo lo que tiene ver con instruir al futuro ciudadano, porque les es más útil y funcional a sus intereses una masa ignorante, sumida en la superchería y credulidad, que un país de ciudadanos reflexivos y críticos que evalúan y exigen el cumplimiento de sus promesas electorales.
Desprecian la Constitución que dice que la educación es un derecho de las personas y un deber ineludible e inexcusable del Estado. Que es un área prioritaria de la política pública y de la inversión estatal.
A estos gobiernos no les interesa la educación pública, puesto que su fin es mantener próspero ese creciente analfabetismo que los hace presidente. Saben que hacer lo que manda la Constitución afectaría a sus privilegios, porque la educación es la única garantía de ascenso de las mayorías para la igualdad social y la inclusión.
Nuestra Carta Magna es clara al señalar que la educación es indispensable para el conocimiento, el ejercicio de los derechos y la construcción de un país soberano.
Lo único que puede liberarnos es una educación democrática, diversa, que impulse la equidad de género, la justicia, la solidaridad y la paz, tal como ordena la Constitución de Montecristi.
Apostar en estas futuras elecciones del 2025 por el/la candidato/a que esté dispuesto a continuar la revolución educativa en nuestro país y a cumplir lo que dice la ley es un imperativo moral para los que ansiamos el cambio en nuestro vapuleado país.
La educación es el único camino para liberarnos de esta discapacidad social creada por el subdesarrollo y la mala fe, que es el analfabetismo político.
Sobre la autora
Aminta Buenaño, distinguida escritora ecuatoriana, diplomática y profesora universitaria, ha forjado una carrera literaria rica y reconocida a nivel internacional. Además de su maestría en género, Aminta ha destacado en el ámbito político, desempeñándose como asambleísta nacional, vicepresidenta de la Asamblea Constituyente y embajadora en diversas naciones.
Su incansable lucha por la igualdad de género y los derechos sociales la ha consolidado como una figura inspiradora en la sociedad ecuatoriana. Aminta Buenaño no solo ha dejado un impacto perdurable en la literatura, sino que también ha sido una voz fundamental en la diplomacia, abogando por valores fundamentales en la escena internacional.
Con una mente abierta y una pluma valiente, Aminta continúa siendo una figura esencial que comparte su sabiduría y perspectiva con el mundo, trascendiendo fronteras y dejando un legado duradero en la intersección entre la literatura, la política y la defensa de los derechos humanos.