Por: Sebastián Jarrín
La corrupción en nuestro país sobrepasó todos los niveles imaginables durante esta emergencia sanitaria, salpicando a diferentes autoridades a todo nivel. Al mismo tiempo, la realidad del Ecuador deja de ser algo palpable, tangible y pasa a convertirse en lo que cada uno quiere. Así, vivimos en el país donde la realidad superó la legalidad, en el país de la regalada gana.
¿Cómo llegamos a este punto? Voy a realizar una afirmación un tanto temeraria: pienso que se debe a la exaltación de la lógica privada, basada en la competencia, en el egoísmo y en el individualismo, acompañado por una innecesaria destrucción de lo público.
Este comportamiento no es nuevo, es fruto de toda una construcción histórica, anclada a conceptos de Jeremy Bentham y Adam Smith. Ellos proponen dos ideas básicas por las que se maneja una sociedad de mercado. Primero, que si cada uno busca su bienestar individual esto conllevará necesariamente al beneficio de la sociedad en su conjunto; y segundo, que las acciones individuales deben procurar el mayor beneficio posible, para la mayor cantidad de personas posible – ojo, no para todos, sino para los que más se pueda.
Esta es la lógica empresarial, la cual desde ciertas tendencias políticas, busca transportar un modelo de sociedad y convertirlo en hegemonía cultural. ¿Cuál es el problema? Que conlleva a desvanecer lo público, por considerarlo un obstáculo a la consecución de este modelo de sociedad y restrictivo para las libertades individuales. Sin embargo, esto elimina la posibilidad de concebir lo público como el espacio común que compartimos entre todos, donde confluyen todas nuestras necesidades y donde a través de la política, se proponen acciones colectivas para estos problemas comunes o para la consecución de un bien común.
En Ecuador vemos que este sentido de política se perdió o jamás existió, justamente porque no vemos a lo público como lo común y porque se exalta como virtud lo que conocemos como “viveza criolla”, traducido en irrespeto a la institucionalidad, a las normas. Bajo esta lógica, quienes incursionan en la política ven al Estado como un medio para satisfacer intereses personales, pues piensan que así se beneficiará la mayor cantidad de personas; servirse en lugar de servir, empresarios no políticos.
Tenemos así una clase política caracterizada por guiarse por la lógica empresarial: Asambleístas que venden su voto por puestos en ministerios, secretarías, organismos de control; empresarios bananeros o banqueros que buscan la presidencia; empresarios de la comunicación o del turismo que ocupan alcaldías; empresarios que ponen la deuda antes que la vida y se hacen llamar Ministros de Economía.
Dicen que cada pueblo tiene el gobernante que se merece, que todos los cambios empiezan en uno mismo, que si queremos combatir la corrupción debemos empezar haciéndolo por combatirla en nuestros actos individuales. Concuerdo parcialmente con esta idea, pues no sirve de muy poco que cada uno cambie por sí mismo si ese cambio no le apuesta a un proyecto en común de país.
Actualmente, nos dirige un Gobierno con esta lógica empresarial/privada, que destruye lo público porque cree que “la realidad supera la legalidad” y esto, es el peor tipo de corrupción, pues se fabrican realidades para satisfacer intereses personales: “necesitamos reactivarnos, entonces la pandemia está bajo control” dice el Ministro de Salud empresarial; “la pandemia nos obliga a aplazar elecciones” dice el empresario que dirige un partido político.
Por eso, para combatir la corrupción debemos recuperar el sentido del Estado como un espacio común y de la política como un mecanismo de acción colectiva donde todos y todas debemos involucrarnos. De no hacerlo, solo nos queda el sálvese quien pueda, la ley del más vivo y en eso nadie es mejor que el empresario neoliberal.