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Diagnostico: Enfermedad autoinmune (OPINIÓN)

Por Radiolacalle.com

En un gobierno reaccionario, que además reacciona tarde, vemos cómo ni siquiera se toma en serio sus propios análisis. Diagnostica, pero no actúa. Observa, pero no interviene. Identifica problemas estructurales, pero decide ignorarlos.

No han traído de vuelta la Base de Manta, no han resuelto de raíz el problema energético. Pero sí —por omisión o por negligencia— han traído de regreso los apagones, el resurgimiento de enfermedades que ya se creían controladas, y una delincuencia más fuerte, mejor organizada y más violenta. Lo más grave, sin embargo, es que han reinstalado un sentimiento colectivo profundamente dañino: la percepción de que Ecuador no puede salir adelante, que sus problemas son irresolubles y que el destino ya está sellado.

El Estado ha dejado de ser un instrumento de administración pública. Hoy parece una maquinaria diseñada para perdonar deudas a grandes grupos económicos, para comprar conciencias con contratos y favores. No para atender las necesidades del pueblo. La propaganda ha hecho su trabajo: ha convencido a una parte significativa de la población de que el rol del Estado debe ser únicamente el de servir a los empresarios que generan el escaso empleo disponible. Nos han convertido en soldados obedientes al servicio de un sistema que nos precariza.

Han logrado que personas sin recursos, que dependen del seguro social para curarse o de la educación pública para aprender, terminen votando en contra de sus propios intereses. Muchos de ellos están convencidos de que su pobreza es su culpa, de que sus carencias se deben a no haber “emprendido” lo suficiente, y que los poderosos representan un modelo de éxito posible, un destino alcanzable. Así, las clases populares se alinean con quienes los oprimen, creyendo que algún día estarán en su lugar.

Un público así tardará en sanar, tardará en darse cuenta y, algún día, se levantará. Pero para entonces, ya varias generaciones habrán sido privadas de vivir un cambio importante en su país.

Como en una enfermedad autoinmune, el pueblo termina atacándose a sí mismo, creyendo que el enemigo es su propio reflejo: la pobreza. Se le inculca la idea de que esta condición no se resuelve con acción colectiva ni con justicia estructural, sino con un acto de fe cada cuatro años: el voto. En lugar de exigir transformaciones reales, se canaliza el dolor hacia la ilusión de que un nuevo nombre en el poder resolverá lo que el propio sistema impide. Esta narrativa alimenta una culpa individual que paraliza y desactiva la organización social, generando una población que combate síntomas imaginarios mientras el verdadero mal —la desigualdad estructural— permanece intacto.

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