Nací a finales de los 80, así que la televisión y las películas hollywoodenses eran mi plan favorito de fin de semana. Si son de mi generación, seguro recuerdan la comedia romántica “Novia fugitiva”: una mujer bellísima que a la mera hora del “sí” se arrepentía y se daba a la fuga, literalmente. Corría como alma que lleva el diablo, y los novios o bien iban detrás de ella, o bien se quedaban paralizados.
Es doloroso sentirse rechazado, toma tiempo interiorizar, aceptar y aprender a vivir con que no somos correspondidos. El rechazo no solo detona nuestras inseguridades y dolores infantiles; investigaciones neurocientíficas aseguran que duele como un golpe físico. Sin embargo, hoy quiero enfocarme en el que rechaza porque, ¡sorpresa!, él también sufre. Como dice la canción: “amante y enemigo”.
En la universidad conocí a un chico. Imagina a un joven con ojos claros gigantes y una sonrisa que podría derretir al Ártico. Fue amor a primera vista. Y, modestamente, yo tampoco le fui indiferente. Nos enamoramos y ennoviamos, viviendo nuestra propia comedia romántica.
Fue un compañero sentimental maravilloso, la pasábamos sin mayores altercados; poco frecuente en las relaciones universitarias que, por lo general, se caracterizan por la convulsión emocional debido a la inmadurez propia de la edad. Pasaron varios meses de relación, pero un día, sin más ni más, decidí terminar. Él lo aceptó con una serenidad que me dejó perpleja y desapareció de mi vida sin dramas ni reclamos.
Él rehizo su vida, se casó, y siguió adelante sin hacerme sentir culpable. Su habilidad para gestionar el rechazo y su sana autoestima me dejaron con la boca abierta. Pero yo, yo no estaba lista para enfrentar mis miedos y mi soberbia.
Con el paso del tiempo, comencé a reflexionar sobre lo sucedido. Años después de aquella experiencia, leí en Instagram, el mural posmoderno de sabiduría, la siguiente frase: “El rechazo no te aleja de lo rechazado, solamente lo intercepta y lo interioriza como una fuerza inútil para ser usada”. Esta afirmación replanteó todo en mi vida y me hizo entender que había terminado esa relación por miedo a no ser suficiente y por la soberbia de querer tener el control.
Desde la mirada de una jovencita con pensamientos de poca valía personal, era todo un riesgo exponer mi vulnerabilidad, así que hui. Me inventé una historia para “protegerme”, pero era una solución engañosa, ya que se convirtió en una estrategia de sobrevivencia para “evitar” el sufrimiento. Vaya ironía, porque con el tiempo solo dolió más.
A partir de este punto, me di cuenta de una verdad más amplia y profunda. Es cierto que el rechazo puede ser una negación en sí misma. Sin embargo, también hay que cuestionarnos si el rechazo es producto de nuestras propias ideas equivocadas y falta de compasión. Espóiler: si uno no se acepta a sí mismo, es imposible creer que alguien más lo aceptará.
Tenga en cuenta que la compasión es un ejercicio diario, no una cualidad divina.
Además, la autoaceptación y la autocompasión son esenciales no solo para nuestro bienestar personal, sino también para establecer relaciones saludables con los demás. Cuanto más nos rechazamos, más rechazamos a los demás. Si usted se encuentra constantemente juzgando, es muy probable que también sea su propio verdugo, verduga o verdugue.
Este ciclo destructivo puede compararse en el mito de Ícaro. Quien ignoró las advertencias de su padre y voló demasiado cerca del sol con sus alas de cera para caer finalmente al mar y morir. De manera similar, al ignorar nuestros propios miedos y evadir la autoaceptación, nos exponemos a las consecuencias inevitables de nuestra propia negación.
Entonces, ¿qué estamos perdiendo por no enfrentar nuestras vulnerabilidades? Que estas palabras sean una invitación a vernos con aceptación, compasión y a convertirnos en héroes, no en los villanos, de nuestras propias historias.
Seamos conscientes de cómo nuestras acciones y pensamientos están moldeados por un paradigma patriarcal. Entonces, solo al abrazar nuestras vulnerabilidades y aceptarnos incondicionalmente, estamos forjando una identidad propia y no impuesta.
Por Vanessa Calle