El debate correísmo-anticorreísmo se ha consolidado como el eje cardinal de estos últimos 4 años en el Ecuador. Se lo oye en las discusiones familiares, entre amigos y amigas o en la oficina. Esos dos conceptos han permeado desde los sesudos análisis periodísticos y políticos, foros académicos y publicaciones variadas, hasta las redes sociales y la cotidianidad de la calle. Pero en realidad creo que poco se ha reparado en pensar si es que sabemos de verdad qué estamos diciendo cuando utilizamos
alguno de los dos términos.
El correísmo y el anticorreísmo terminan siendo términos polisémicos en los que su contenido depende del interlocutor y del contexto en el que se lo utiliza. Creo que podemos hacer un esfuerzo para intentar poner algo de orden para aportar a que el debate eleve un poco más su nivel, realizando unos anclajes mínimos sobre la realidad para darle un poco más de forma a las discusiones políticas en cualquier ámbito.
A fin de dar algo de contenido sólido a estos términos es pertinente regresar a ver el pasado y tratar de descifrar su origen. Está claro que antes de 2007 el término correísmo, ni su antítesis, existían, y los principales ejes vertebradores del debate político nacional eran otros, como el izquierda-derecha, pueblo-oligarquía, o incluso el sierra-costa. La posiciones de los actores políticos y sociales se definían por su ubicación dentro de estos ejes, pero como todo en lo social no es inmutable ni absoluto, estos ejes evolucionan permanentemente. A veces estos pierden peso y desaparecen del debate, o en otras, se transforman para significar cosas diferentes. No significa lo mismo ser de izquierda en 1979, que, en 2016, ni que la fractura geográfica implique también una fractura política en 2021, como en 1995.
Volvamos donde empezó todo
Aunque no fue la primera vez que sucedía en Ecuador, a las elecciones presidenciales de 2006 hay que entenderlas desde la teoría política del populismo desarrollados por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Para plantearlo brevemente, en esta lógica se plantea al populismo como a la dinámica política que construye dos identidades antagónicas, en la que la negación sistemática de las demandas o reclamos sociales genera una transversalización de la frustración y la indignación que permite aglutinar a las diferentes identidades políticas en un solo campo político, el pueblo, para enfrentar a quien consideran que es el responsable de negarlos y agraviarlos permanentemente, la oligarquía.
La desintegración institucional, la pobreza y desigualdad, la inestabilidad económica y política, y la corrupción sistémica dentro del aparato gubernamental luego de casi 30 años de neoliberalismo criollo habían llevado al Ecuador a un momento destituyente en el que la desazón con todo el sistema político por parte del grueso de la ciudadanía era latente y más que entendible (¡Que se vayan todos!). El sistema no funcionaba para nadie, no solucionaba ningún problema estructuralmente, y el modelo de acumulación y repartición propuesto por nuestras élites echaba humo.
Es en este contexto que, en 2006, aparece un movimiento político populista amplio y aglutinante que recoge la frustración sistémica de varios sectores de izquierda, progresistas e incluso de centro derecha, con el objetivo de impugnar al adversario que cada vez era más claro, nuestras oligarquías y el modelo neoliberal. Aquí es donde Alianza País, y principalmente, la figura de Rafael Correa se convierte en símbolo de todos esos reclamos y demandas sociales que no han sido resueltas por el propio sistema. Hay que tomar en cuenta que, como lógica antagónica política, esta no es propiedad de nadie, y ya había sido utilizada con anterioridad por otros movimientos y personajes (de izquierda y derecha), como Velasco Ibarra, Jaime Roldós, Abdalá Bucaram o el propio Lucio Gutiérrez. Por lo que su nueva aparición en 2006 no era novedosa en términos históricos. Lo novedoso es que fue la primera vez que un movimiento de este tipo logra consolidarse en el poder y mantener una estabilidad política por 10 años. Eso es lo que lo diferencia principalmente del resto.
La Revolución Ciudadana y el antineoliberalismo
A partir de esa elección y los primeros años del gobierno de Rafael Correa, el eje principal del debate político se estableció entre el pueblo y la oligarquía (pelucones), su sistema político caduco (partidocracia) y su modelo económico social propuesto por casi 30 años (la larga noche neoliberal). La recuperación de las capacidades del Estado para planificar, regular y controlar, así como la reivindicación de la soberanía nacional para construir su relación con la región y el mundo fueron impulsados con la justificación de una mayoría popular que deseaba alejarse de ese pasado para construir un nuevo modelo de convivencia social y de construcción nacional. Con esta legitimidad social el proyecto progresista de la Revolución Ciudadana logró transformar la institucionalidad vigente, empezando con un nuevo proceso constituyente en Montecristi, que fue el hito fundacional para proponer una nueva correlación de fuerzas sociales en el Ecuador.
Los cambios vividos en el país a nivel normativo, institucional, económico y social dejaron en “fuera de juego” a muchos actores políticos clásicos, ya sean partidos políticos, personajes individuales, sectores económicos y actores varios del acontecer nacional de todo el espectro político. Como hablamos en otra ocasión, una de las consecuencias de la aparición del proyecto de la Revolución Ciudadana fue el abrir una disputa hegemónica contra la narrativa neoliberal con la que se construyó el país durante 30 años.
Los sectores oligárquicos y conservadores del país trataron por varios medios de contratacar a la nueva narrativa progresista en el país durante esos primeros años, pero no tuvieron mucho éxito. Las contundentes victorias electorales desde 2007 hasta 2014 por parte de Alianza País demostraban que, aunque perdían fuerza, el apoyo mayoritario al proyecto político antineoliberal daba cuenta de que el neoliberalismo criollo de nuestras élites seguía en horas bajas.
Nace un nuevo eje político
No estoy seguro cuándo, dónde o quién pronunció primero la palabra correísmo en el Ecuador. Aunque poco importaría. Lo que se podría intuir es que esa clasificación nació en los primeros años de gobierno de la Revolución Ciudadana desde algún sector de la oposición para tratar de personificar al proyecto político liderado por Rafael Correa y criticar sus postulados. Aquí es donde empieza a producirse un pequeño, pero fundamental cambio en la construcción de identidades políticas en
Ecuador.
Porque el nuevo significante político, que es usado cada vez por más sectores, incluyendo a la propia Revolución Ciudadana y sus simpatizantes, comienza a simbolizar no solo los postulados antioligárquicos y antineoliberales recogidos desde 2006, sino también todas las críticas que desde varios sectores comienzan a aparecer debido a su gestión como gobierno. De este modo aparece casi al mismo tiempo su contrario, el anticorreísmo, que en la práctica es más simple que su contrario, oponerse al gobierno y figura de Rafael Correa. Esto implica, de fondo, el abandonar la impugnación antioligárquica en su propia nominación y al mismo tiempo empezar a abandonar el significante de pueblo.
Es tan efectivo el eje nacido en esos años que cada vez los antiguos clivajes empiezan a diluirse del debate político. Incluso para el propio Rafael Correa y la Revolución Ciudadana, en general, se les complica seguir manteniendo vivo el eje pueblo-oligarquía o el progresismo-neoliberalismo, y a pesar de sus esfuerzos, termina frecuentemente jugando en los mismo términos que le son impuestos desde la oposición. Entonces, el Ecuador comienza a ver reducido su debate político a una pugna entre correísmo y anticorreísmo en el cual todos y todas debemos elegir un lado.
El eje correísmo-anticorreísmo es un eje particularmente emocional, por no decir visceral, que tiene poca capacidad explicativa en términos prácticos. No sirve de brújula para ubicarnos en un plano izquierda-derecha, tampoco en el de oligarquía pueblo, y no sirve para realizar comparaciones con otros lugares que no sean Ecuador post 2006. Pero en la práctica es un eje útil para la derecha y la élites, pues evita que se hable en términos antioligárquicos y antineoliberales directamente.
Quizás esta misma es la intención de muchos quienes siempre vuelven a estos significantes para debatir políticamente, la de oscurecer la discusión para ocultar otros intereses detrás. Incluso, en muchos casos, les sirvió para maquillar y legitimar su odio, clasismo y elitismo frente a la sociedad en general. Tampoco es posible negar que la Revolución Ciudadana en todos sus niveles entró en los mismos lodos a disputar la narrativa en la que solo se salió también manchado.
El nuevo eje como contraataque populista de las élites
Es entonces, que, si vemos a esta fractura con los mismos lentes de la teoría del populismo de Laclau y Mouffe, la construcción del eje correísmo-anticorreísmo es el intento de las oligarquías de jugar en los mismo términos de la teoría populista. Es decir, ahora la lógica antagónica de construcción social implica dos polos, pero ya no el de pueblo-oligarquía, sino uno agraviado por años de gobierno “autoritario” y “corrupto” (anticorreísmo como nuevo pueblo) y otro que niega sistemáticamente sus reclamos (correísmo como nueva oligarquía). El objetivo último es excluir y proscribir a todo este polo al perder su legitimidad para ser parte del pueblo ecuatoriano.
Este intento llevado cabo durante años terminó tuvo sus mejores frutos desde el año 2017. Con Lenín Moreno en el poder y su posterior viraje hacia la derecha, y el aparataje comunicacional de un cerco mediático nunca antes visto, aquellos sectores que alimentaban el eje correísmo-anticorreísmo dejaron de tener obstáculos discursivos en frente. Con Rafael Correa fuera del país, sin enlaces ciudadanos, y sin un contrapeso comunicacional a los grandes medios privados, el anti-correísmo (descorreización) se usó como justificación para todo el desbaratamiento institucional nacido de la consulta popular de 2018 y el CPCCS transitorio. Justificó en su nombre la expulsión del gobierno y la persecución política a quienes se les tachaba de correísta. Y finalmente en nombre del anti-correísmo fue como el neoliberalismo obtuvo su entrada por la ventana de nuevo al Estado ecuatoriano. Se cierra el círculo. Los resultados para la ciudadanía luego de estos 4 años son visibles para quienes son capaces de operar fuera de este eje.
También habría que considerar otra consecuencia del operar bajos este términos, que es la profundización de la derechización del debate político. Me refiero, principalmente, a que no solo la Revolución Ciudadana y su proyecto son los que terminan siendo excluidos del debate, sino, en la práctica, todo el bloque de izquierda en el cual cualquier postulado mínimamente de progresista terminan siendo deslegitimado por “oírse como correísta”, aunque dicho postulado no tenga nada que ver con el proyecto político de la Revolución Ciudadana.
Esta nueva etapa de la derechización del debate político es peligrosa porque ubica a los proyectos de derecha como centristas y a los de extrema derecha como derecha moderada, y a la izquierda excluida del debate, afectando al pluralismo que debería mantener cualquier democracia funcional. Un ejemplo de esto lo hemos podido vivir estos últimos tiempos cuando a la indignación de varios sectores la población se la tacha de resentimiento social, restándole legitimidad a su frustración al permitirse leerlas solo dentro de las coordenadas de la derecha.
Inclusive es parte viva de la fractura de los sectores progresistas con la Revolución Ciudadana y que no les permite abrir espacios de diálogos mínimos en clave programática. Pasó en octubre de 2019, dónde la Revolución Ciudadana bregó sola durante el Paro nacional, y pocos sectores quisieron que sea parte del bloque popular y menos oír sus propuestas, especialmente la de activar el mecanismo constitucional de muerte cruzada para la salida de Moreno.
El anti-correísmo sigue fuerte en 2021
Y sigue pasando en 2021, durante las elecciones en primera vuelta en la que, aunque con la boca chica antes del 7 de febrero, y luego del día de las elecciones con más alevosía, los candidatos de Pachakutik y la Izquierda Democrática calificaron con mucha dureza a la Revolución Ciudadana. Yaku Pérez incluyéndolo dentro de un “pacto satánico” para hacerle fraude electoral, y Xavier Hervas al calificarlos como “extrema izquierda corrupta”. Imagino que la esperanza de armar un bloque progresista en la Asamblea Nacional a propuesta de Andrés Araúz solo fue flor de un día porque su anti-correísmo no cesa de operar.
Si a pesar del caos institucional, la crisis económica, sanitaria y social a la que nos ha sometido el gobierno neoliberal de Lenín Moreno, no se pudo formar nuevamente un bloque amplio del campo popular es porque el eje correísmo-anticorreísmo cortocircuitó esas posibilidades. Esta es una victoria para la derecha.
Una nueva etapa política está empezando en Ecuador y no es posible regresar a la política previa al 2007, donde la Revolución Ciudadana no existía y el neoliberalismo campeaba a sus anchas. Ni tampoco es posible regresar a los años en los que la Revolución Ciudadana representaba al grueso del campo progresista y, hacía y deshacía, sin dialogar con sectores aliados sobre cuál es el camino a tomar para enfrentar al modelo oligárquico que se niega a evolucionar. La capacidad que tengan los actores políticos de entender y aceptar esta nueva realidad de una nueva pluralidad política, especialmente en el sector progresista, es lo que definirá que como país podamos dar paso a un tiempo de libertad y equidad, especialmente cuando a la extrema derecha se la escucha bramar cada vez más cerca de nuestras puertas.
Renato Villavicencio Garzón es Máster en Estudios sobre Globalización y Desarrollo por la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y Máster en Análisis Político por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Actualmente es doctorando en Ciencias Políticas y de la Administración por la Universidad Complutense de Madrid.