Quito, 29 dic (La Calle). – Luego de pasillos subterráneos y puertas interminables,
luego de seguir a un hombre vestido con todos los colores del arcoíris,
luego de haber ganado el billete de oro –una oportunidad en un trillón–,
Charlie entró en una habitación con un río de chocolate, una cascada de chocolate y hierba de azúcar mentolada. Qué locura tan deliciosa. Se nota que el señor Willy Wonka tiene mucha imaginación pero, sobre todo, un gran amor por los dulces.
Como pueden ver por esta pequeña escena, Charlie y la fábrica de chocolates es una historia culinaria fantástica. Tiene todo lo que un niño sueña: personajes fascinantes, adultos cometiendo travesuras y, lo más importante, muchísimos chocolates.
Por supuesto que Charlie estaba triste antes de entrar a la fábrica de Willy Wonka. Era un chico que pasaba mucho frío y mucha hambre a pesar de que sus padres y abuelos hacían lo posible porque se sienta mejor. Algo que contrasta con los otros chicos que entraron a la fábrica. Aquellos muchachos no sentían el más mínimo asombro por estar en los territorios de Willy Wonka, estaban más preocupados por ellos mismos y sus quejas. Son los niños «quiero más y quiero más».
Por eso me imagino qué hubiera hecho yo en la fábrica de chocolates. Tal vez me hubiera tropezado y caído en el río de chocolate. Pero dudo mucho que hubiera sido capaz de atacar a las pobres ardillas trabajadoras. Puedo ser inquieta, pero nada más.
No recuerdo ser una fanática del chocolate. Amo la repostería pero no soy amante de lo dulce. Yo soy más bien de las papas fritas y la pizza. Pero puedo comprender la emoción de Charlie cuando entró a la fábrica, puedo sentir esa euforia al saber que existe un mundo de colores y sabores espectaculares detrás de este mundo que parece una cortina gris.