Apoya a Radio La Calle ($2,00)

Americanismo decadente para el siglo XXI | Opinión

por Juan Paz y Miño Cepeda
Historiador

Hace 200 años, América Latina era la región del continente que iniciaba una nueva época histórica entre las independencias anticoloniales y la construcción de los Estados Nacionales. Momento decisivo, lleno de contradicciones. No solo actuaban las fuerzas sociales despertadas en los diferentes países por las independencias, sino que se redefinían los poderes mundiales, ante el derrumbe del imperio español y el ascenso de otras potencias capitalistas en Europa (ante todo Inglaterra), así como de los Estados Unidos en América.

En el año 1823 se sucedieron una serie de acontecimientos. En Buenos Aires se suscribió la alianza con la República de Colombia para garantizar la independencia; pero en Montevideo se acordaba la defensa contra el avance del Brasil, todavía bajo Pedro I; y en Chile renuncia Bernardo O’Higgins. La incipiente Colombia autorizó al Libertador Simón Bolívar para emprender la Campaña del Sur, que posibilitó su traslado y librar las batallas de Junín y Ayacucho (1824), que dieron la independencia definitiva a Perú y Bolivia, aunque existió un sector que apoyaba un reino independiente con un príncipe español.

Centroamérica era un hervidero: en México se logró poner fin al imperio de Iturbide, mientras Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica, decidieron constituir la “República Federal de Centroamérica”, que también implicó liberarse de cualquier dominio por parte de México. En el Caribe, los patriotas cubanos intentaron una expedición libertadora desde México y especialmente el apoyo de Simón Bolívar, lográndose un avanzado proyecto de independencia conocido como “Soles y Rayos de Bolívar”, aunque sin éxitos, porque la isla solo pudo independizarse en 1898.

Pero lo más significativo en el orden continental fue la proclama que hizo el presidente norteamericano James Monroe (2 de diciembre de 1823) ante las evidentes proyecciones de los intereses europeos, que amenazaban a las independencias y de acuerdo con la cual “América es para los americanos”. La “Doctrina Monroe”, así resumida, era, por el momento, un freno contra los intentos de recolonización de los países latinoamericanos, pero aseguraba, desde el inicio de los Estados Nacionales de la región, la expansión de los intereses de los EE.UU. Sin embargo, entre 1823 y 1898 lo que existió fue un americanismo imperfecto, porque tampoco impidió las incursiones europeas (ante todo de Inglaterra y Francia) sobre América Latina.

Precisamente por esa experiencia histórica, en 1895, el caudillo liberal-radical ecuatoriano Eloy Alfaro (1842-1912) convocó a un congreso continental que debía reunirse en México el 10 de agosto de 1896. Ese congreso fue boicoteado por los EE.UU. a través del Secretario de Estado, Mr. Olney. En consecuencia, a la cita sólo acudieron los representantes de ocho Estados: Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua y República Dominicana. Se acordó un contundente informe, que no solo hizo el repaso de las incursiones tanto europeas como norteamericanas en distintos países latinoamericanos durante todo el siglo XIX, sino que, por primera vez, postuló la necesidad de sujetar la Doctrina Monroe a un verdadero derecho público americano, aprobado por todos los países. Se cerraba así, con una radical crítica, el primer siglo de las relaciones “americanistas” en el continente.

Al iniciarse la época del imperialismo contemporáneo, el monroísmo se volvió expansivo, teniendo como marco de comportamiento tanto la doctrina del “gran garrote”, del republicano Theodore Roosevelt (1900), como la del “buen vecino” del demócrata Franklin D. Roosevelt (1933-1945). La Guerra Fría, escalada tras el fin de la II Guerra Mundial, alentó un “americanismo” fanático, que maniqueamente dividió al mundo entre el campo de los países “libres” y “democráticos” y el de los “comunistas” y “autoritarios”. Otro ciclo se inició desde la década de 1980, en la cual despegó el neoliberalismo, que durante la década de 1990 se consolidó en el marco de la globalización transnacional encabezada por los EE.UU. ante el derrumbe del socialismo soviético. Habían triunfado tanto la economía de mercado como las democracias liberales y todo lucía como “el fin de la historia” (F. Fukuyama).

Paradójicamente el encantamiento ha durado poco. Al comenzar el siglo XXI incubaron situaciones imparables: la recuperación y ascenso de Rusia, el auge de China, nuevas relaciones económicas de América Latina con esos países y diversificación de las mismas con otros. Para la segunda década del siglo XXI el mapa mundial cobró un camino insospechado: la creciente esclerosis de la hegemonía de los EE.UU. en el mundo, que arrastra a las potencias europeas; la definición de políticas soberanas entre gobiernos progresistas latinoamericanos; las reacciones en África contra antiguas metrópolis coloniales. Como nunca antes, en América Latina se extienden las críticas radicales a la OEA, los cuestionamientos al intervencionismo norteamericano en los asuntos internos de los países, la negativa a alinearse con Occidente en la guerra de Ucrania (a pesar de posiciones como la del presidente Gabriel Boric en Chile), el acercamiento a Rusia y China, que no son consideradas potencias “enemigas”. De hecho, la relación entre Rusia y China, establecida a raíz de la reciente visita del presidente Xi Jinping a Vladimir Putin, marca un momento histórico en el desarrollo de la humanidad. Al mismo tiempo se fortalecen los BRICS y el acercamiento de Argentina, que también busca el relanzamiento de UNASUR; en tanto Brasil estrecha relaciones con China y el presidente Lula da Silva viaja para tratar temas de interés. Se impone la causa de Cuba frente a la agresión del bloqueo norteamericano y en México el presidente Andrés Manuel López Obrador define tajantes posiciones latinoamericanistas, confrontando directamente a los EE.UU.

A 200 años de su proclamación, la Doctrina Monroe es insostenible y está en crisis. Pero no la agresividad con la que todavía se manifiesta y que últimamente se ha hecho visible con las declaraciones de la General Laura J. Richardson, Comandante del Comando Sur de los EE. UU., contra los acercamientos soberanos de América Latina a China y a Rusia, su crítica a la amplia difusión de las agencias noticiosas de Rusia en la región, así como las previsiones que hace sobre los recursos naturales existentes (especialmente el litio) y la inquietante relación que busca renovar y fortalecer directamente con las fuerzas armadas, sobre las cuales hay suficiente experiencia histórica.

América Latina se encuentra en un momento de agudas contradicciones, como se hallaba doscientos años atrás, en el que pesan las fuerzas internas de cada país y, al mismo tiempo, las geoestrategias del mundo cambiante, en medio de la inevitabilidad de relaciones internacionales multipolares y pluriculturales, que proyectan el Mundus Novus del siglo XXI. En este proceso, los latinoamericanos no están dispuestos a consentir ni adherir a la nueva y maniquea división de la humanidad en una esfera de países y gobiernos “libres” y “democráticos” y otra de los que se rigen por poderes “autoritarios”, aunque todavía es difícil lograr una geoestrategia común, que se convierta en fuerza decisiva continental.