América Latina: entre imperios e imperialismos

por Juan Paz y Miño Cepeda

Las primeras propuestas sobre la dependencia de América Latina surgen durante la década de 1960, asociadas a las formulaciones de la CEPAL sobre la dependencia externa, que supone la fragilidad de los países de la región en el comercio internacional, pues se exportan productos primarios y se importan bienes elaborados y tecnologías. Incluso hay un desnivel en los términos del intercambio.

Se habló tempranamente de “centro” y “periferia”. Pero a fines de la misma década y, sobre todo, en la de 1970, tomó auge la que dio en llamarse teoría de la dependencia, vinculada, en cambio, a la reflexión sobre el imperialismo. Y se explicaba, en última instancia, que el “subdesarrollo” de América Latina se correlaciona con el “desarrollo” de los “centros” capitalistas, que históricamente “subdesarrollaron” a sus “satélites”, los cuales solo podían escapar a la “dependencia” superando el régimen capitalista.

André Gunder Frank lo resumió en una fórmula: el desarrollo del subdesarrollo. Pero también, junto a él, hubo formidables latinoamericanistas, como Theotonio Dos Santos, Ruy Mauri Marini, Celso Furtado, Enzo Faletto, Fernando Henrique Cardoso.

La teoría de la dependencia se cultivó en todos los países y tuvo larga influencia. Dejó una especial forma de apreciar las relaciones de poder en el mundo internacional: el coloniaje ibérico (particularmente España) fue el punto de partida, al que siguió, durante el siglo XIX, la dependencia frente a Inglaterra y en el XX frente al imperialismo de los EE.UU.

En Ecuador, los “dependentistas” realizaron importantes contribuciones y entre los pioneros estuvo Fernando Velasco. También es admirable la temprana crítica a la famosa teoría que realizó Agustín Cueva, renombrado sociólogo en toda Latinoamérica.

Otra forma de entender las relaciones internacionales y la situación de América Latina, ya iniciada en los cincuentas por historiadores como el argentino Ricardo Levene, surgió en la década de 1990, como antesala de los bicentenario de los procesos de independencia de la región. A partir de los estudios que publicó François-Xavier Guerra siguieron otras obras, como las de Jaime Rodríguez (muy cuestionable su interpretación sobre la Revolución de Quito de 1809-1812), Clèment Thibaud, Mark Thurner, Josep Delgado, Manuel Chust, Geneviève Verdo o también Federica Morelli (quien incluso ha trabajado sobre Ecuador) y últimamente Deborah Besseghini, con sus estudios sobre los imperios.

Ha quedado en claro que las independencias latinoamericanas no pueden verse exclusivamente como una confrontación entre patriotas y españoles, sino como un proceso de mayor amplitud, en el que también estuvieron en juego las reconfiguraciones de las grandes potencias. Gran Bretaña estuvo a la cabeza, jugando alianzas con la España antifrancesa, que luchaba contra el invasor Napoleón (1808); pero también actuó autónomamente para introducirse entre los revolucionarios latinoamericanos, colaborar en las independencias y favorecer no solo su presencia comercial en la región sino su hegemonía.

Fueron recursos británicos los involucrados en el proyecto de Miranda para independizar a Venezuela (1806) y hubo oficiales británicos junto a O’Higgins o también al lado de Bolívar. Igual interés en el continente tuvo Francia, que llegó a controlar territorios en Canadá, poseía la colonia más codiciada en Haití (que se independizó en 1804), logró una de las Guayanas en Sudamérica y hasta impuso un emperador (Maximiliano, 1864-1867) en el México ya liberado. La monarquía de Portugal se trasladó al Brasil y desde allí se alimentaron los afanes expansionistas de la Reina Carlota, que pretendía representar los intereses españoles.

Finalmente, están los EE.UU. con sus propios intereses frente a todos los europeos; expandió su territorio en guerra no solo contra los indios y en camino al lejano Oeste, sino contra Gran Bretaña (1812), compró la Luisiana a Francia (1803), la Florida a España (1819) aunque sin pagarla y Alaska a Rusia (1867), pero también haciéndose con medio territorio mexicano (1848). Su ventaja fue indetenible y la aseguró con la Doctrina Monroe (1823) que marcó la hegemonía: “América es para los americanos”.

Es cierto, entonces, que las independencias latinoamericanas deben ser observadas no solo desde perspectivas nacionalistas, sino en los campos de la “unidad hispánica”, la “modernidad del mundo Hispánico”, las proyecciones del “mundo Mediterráneo”, la “reconfiguración Atlántica”, el “imperialismo informal” británico, las “conexiones interimperiales” o “transimperiales”, que son las categorías utilizadas en los estudios que señalo.

Pero aún así hay un hecho de base que no puede ser interpretado a lo Hegel, es decir, considerando que América es un “eco de vida ajena”. Porque parecería que los revolucionarios independentistas latinoamericanos eran una especie de “avanzada” o piezas movilizadas por los intereses en juego entre las grandes potencias en pleno ascenso durante la época contemporánea.

Se minimiza así un asunto crucial: las independencias en el continente y particularmente las de América Latina rompieron con el colonialismo, lo hicieron en los albores del capitalismo aún antes que las independencias en Asia o África y, además, permitieron la constitución de Estados ambiciosos de soberanía, todo lo cual constituye un hecho de trascendencia mundial y distinto al de los intereses de las grandes potencias de la época.

Sin duda los dependentistas tenían razón al advertir que esas independencias resultaron formales, de carácter político, porque los Estados nacionales latinoamericanos cayeron en una nueva forma de dependencia económica-estructural frente a Gran Bretaña, primero y a los EE.UU., después.

Y, sin duda, se impone otra comprensión: los imperios y los imperialismos (porque el término ha tenido diversas connotaciones) no solo actuaron durante la época de las independencias latinoamericanas y la construcción de los Estados nacionales, sino que siguen actuando hasta nuestros días.

Nos hallamos, precisamente, en una época en la cual la hegemonía de los EE.UU. y de Europa ha sido cuestionada por el ascenso de China, Rusia, los BRICS y la constitución de nuevos bloques en ámbitos regionales diversos.

Asistimos a una nueva era de cambios profundos en la historia de la humanidad, trazada por la recomposición de los poderes mundiales. En América Latina existe un claro movimiento de reivindicación de las soberanías en términos más abiertos y contundentes que en el pasado, como se observa en la configuración de instituciones como CELAC, MERCOSUR o UNASUR, el interés de varios países por incorporarse a la “nueva ruta de la seda” con China, o las claras posiciones soberanistas, al mismo tiempo que latinoamericanistas, de los gobiernos progresistas del siglo XXI, que se expresan, en la actualidad, en las definiciones geopolíticas realizadas por los presidentes Alberto Fernández de Argentina, Gustavo Petro de Colombia, Inácio Lula da Silva de Brasil y Andrés Manuel López Obrador en México, para citar los más grandes, que buscan aunar las propias estrategias de la región hacia el futuro.

Se ha profundizado la reacción contra el Monroísmo y contra la OEA, que ha sido su instrumento contemporáneo, además de que el “injerencismo” (es decir las acciones imperialistas directas) que sigue presente, despierta cada vez mayores rechazos, en tanto la causa de Cuba contra el bloqueo norteamericano se ha convertido en resoluciones de condena por parte de las NN.UU. durante los últimos 30 años, aunque siguen inobservadas por los EE.UU.

En ese marco América Latina no encuentra razones para inclinarse por las potencias que pretenden su alineamiento en el conflicto de Ucrania, ya que nuestra tesis parte de la reivindicación de la paz, desde que así se asumió la política internacional en la Proclama suscrita por la II Cumbre de la CELAC (La Habana, enero 2014).

El Mundus Novus del siglo XXI es un proceso históricamente imparable, aunque pueda durar varias décadas. Va de la mano del creciente triunfo de los progresismos latinoamericanos, de las nuevas izquierdas, el ascenso de los movimientos sociales populares y el cuestionamiento a los imperialismos, tanto como a los dominios oligárquicos internos.

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