Por: Juan Carlos Cabezas
Hubo una época en la que todos soñábamos con parecernos a ti. Una época, que armados de huipalas y versos, salíamos a las calles con un libro tuyo en la mano.
Paseaba por la ciudad con los “Ovnis de Oro”, aunque lo hubiera cambiado con gusto por “Oración por Marilyn Monroe y otros poemas”. Amaba a Marilyn. La amaba con la absurda misión de sanar sus fantasmas, de impedirle la absurda noche de los tranquilizantes.
Tú: un sabio sacerdote de boina, poeta y revolucionario moría de amor por la gloriosa Marilyn, al punto que le rogaste a Dios que recibiera a la diosa de la piel intacta y sonrisa de diamante, que además escribía poemas.
Fuiste, eres y serás poeta, y un poeta no es más que un hombre que mira a las estrellas, no importa si están en el cielo o en una pantalla de cine.
Esperaba este día. Antes que ti se fueron: Benedetti, Cortázar, el Che, Galeano, Carlos Fonseca, Tomás Borge y tantos otros con los que cimentamos sueños y utopías.
La incansable revolución de tus palabras, la espada de tus acciones rotundas, tu ministerio y hasta tus rupturas, serán linterna para días extraños, para días sin misterio.
Con tu muerte solo se empañan algunas memorias. La lección de tu vida está más clara que nunca: el dolor de nuestros hermanos y hermanas jamás me será ajeno.
Es mi turno, permíteme te elevo una oración como la que dedicaste a Marilyn:
“Señor
Recibe a este poeta conocido en la tierra
con el nombre de Ernesto Cardenal, el hombre que
ahora se presenta frente a tí”.