Quito, 26 oct (La Calle). – La noche del 26 de octubre de 1986, una ráfaga de detonaciones se escucharon en Carcelén, norte de Quito. Un grupo de policías asesinaban a un joven de 29 años. Su nombre: Ricardo Arturo Jarrín Jarrín, comandante en jefe de la organización Alfaro Vive Carajo (AVC).
Ocho tiros en el tórax robaron el último suspiro de un hombre que pasó toda su vida luchando. Una lucha que para Arturo fue el resultado de las enseñanzas de su abuelo, un alfarista convencido de la justicia social. Una lucha que alimentaba su espíritu para soportar la torturas que experimentó mientras estaban en manos de los policías, dirigidos por el Partido Social Cristiano, entonces en el poder con León Febres Cordero.
“Esto no es orden de tirar a matar…”
Cuando AVC toma forma como guerrilla urbana, el país se encontraba ya en el mandato presidencial de León Febres Cordero, aunque nació el 14 de febrero de 1983, en la Primera Conferencia Nacional. Las políticas neoliberales que empezaron en el gobierno de Oswaldo Hurtado se mantuvieron. Febres Cordero prometió manejar el país con mano dura. Eso significó tortura, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales.
De manera que la organización se mantuvo durante los dos primeros años del febrescorderismo entre la luz y la sombra. Arturo demostró su capacidad de liderazgo en muchas ocasiones, pero también su tesón cuando, por ejemplo, pasó una temporada en el Penal García Moreno y tuvo que soportar el agua fría, la picana, ser colgado de los pulgares ante la mirada atenta y cruel de los miembros del Gobierno.
Sin embargo, logró salir de allí y continuó planificando golpes y acciones que les permitieran a él y a sus compañeros hacer la revolución. Una palabra que molestaba al presidente y también su gobernador del Guayas de ese entonces, Jaime Nebot Saadi. “Si una mínima porción, ínfima porción. La porción podrida de la ciudadanía tiene que caer abatida, tendrá que caer abatida y repito esto no es orden de tirar a matar. Es orden de tirar a vivir”, decía Nebot en 1985. El cruel destino quiso que el Gobierno cumpliera sus palabras.
Consuelo Benavídez, Fausto Basantes, Hamet Vásconez y tantos otros. Poco a poco, Arturo veía como sus compañeros iban cayendo. Sabía que sería el siguiente y aunque logró llegar a Panamá, la complicidad del Gobierno del dictador Noriega y Febres Cordero llevaron a Arturo al final. Un teatro de poca monta se creó alrededor de su muerte: que estaba armado, que se enfrentó a los gendarmes; pero la verdad es que Arturo yacía en el suelo ya inerte sin haber disparado un solo tiro.
Salvador Allende decía “Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”. Arturo lo cumplió al pie de la letra y su legado perdura aún en los ciudadanos que diariamente luchan por sus derechos.