El artista había logrado fama mundial tras pintar sus famosos gordos. Él explicaba que trabajaba con el volumen. Perfil de una vida extraordinaria.
La muerte de Fernando Botero estremece al país y especialmente al mundo de la cultura. Con más de 90 años, Botero se había convertido en el ícono colombiano más importante en el mundo del arte. Hace casi veinte años, la revista Art Review se puso a la tarea de hacer una lista con los diez artistas vivos más cotizados del mundo. Fernando Botero quedó de quinto.
Los editores encontraron que sus exposiciones no solo habían llegado a los principales museos del planeta, sino que sus cuadros y esculturas habían llegado a mover ya en ese momento casi 60 millones de dólares en el mercado del arte. En los últimos años esa cifra se ha más que duplicado con el creciente prestigio del maestro. El ranking era apenas una confirmación de lo que ya se sabía: Botero era el primer colombiano en convertirse en un artista universal. ¿Cómo lo logró?
Son pocos los pintores que llegan a tocar la gloria, pero son aún menos los que alcanzan a gozarla en vida como le sucedió a Botero. Este es un privilegio que no tuvieron ni Van Gogh, ni el Greco, ni Rembrandt, ni muchos otros a los que solo les llegó su momento en la posteridad.
Quienes siguieron la vida del pintor colombiano explican su éxito con una mezcla entre talento, terquedad y entrega. Él mismo se definió como hijo de una “familia venida a menos”. Su papá había trabajado como arriero para sacar adelante a sus tres hijos, pero falleció cuando Botero tenía 4 años, y su madre, aunque era una mujer abnegada a la familia, tuvo muchas dificultades para sostenerlos.
La comida y las comodidades escaseaban a menudo. Por eso, cuando le preguntaron en una reciente entrevista en la revista Diners por esos años de su vida, el pintor solo se limitó a contestar que “cuando falta plata no se puede hablar de una infancia feliz”.
Botero se encontró con el arte casi por accidente. A los 15 años Botero estudiaba para ser torero y se le ocurrió vender dibujos a la salida de la Plaza de la Macarena. Tenía por la fiesta brava un gran encanto, pues su tío Joaquín Angulo lo llevaba con frecuencia. Le fascinaba el cartelista mexicano Carlos Ruano Llopis, que en ese momento para él era “como Picasso”, y empezó a imitarlo. Y cuando vendió una de esas obras, ¡a 2 pesos!, comenzó a considerar dejar el toreo y volverse un artista.
Ese cambio no era difícil porque, según cuenta su hijo Juan Carlos en un libro sobre su vida, la fantasía de ser torero se acabó cuando en una novillada se enfrentó “a la bestia negra resoplando fuego”. Casi se muere del susto. Consiguió trabajo como ilustrador del diario El Colombiano y con el sueldo se pagaba el colegio. Pero como pintaba desnudos y escribía sobre marxismo, el padre Félix Henao lo describió delante de todo el curso como una “manzana podrida” y lo expulsó. El pintor se ríe hoy de ese episodio, pues el centro educativo que llevaba el nombre del sacerdote hoy se llama Fernando Botero, como un homenaje que le hizo la Alcaldía de Medellín.
Recién salido del colegio, tomar la decisión de vivir de sus dibujos era difícil. “En Colombia ser artista era como ser el bobo del pueblo”, dijo Botero en alguna oportunidad. Su propia mamá le advirtió que se iba a morir de hambre. Pero Botero nunca le ha temido a nadar contra la corriente. Y no solo siguió pintando, sino que en 65 años no ha dejado de hacerlo. Desde esa época se ha entregado a sus lienzos y a sus esculturas más de ocho horas diarias, sin importar feriados ni vacaciones.
A los 19 años expuso en Bogotá en la galería Leo Matiz. Con la plata que se ganó, alquiló un cuarto en Tolú y se fue a trabajar a las orillas del mar. Cuando volvió a presentar sus cuadros, no solo se vendieron todos, sino que se ganó un premio nacional de pintura. Ese premio le cambió la vida. Se ganó unos dólares que le alcanzaron para comprarse un tiquete para Europa. Se embarcó en Buenaventura en un modesto barco italiano y llegó a Madrid en 1952 dispuesto a darlo todo por vivir de la pintura y nada más.
Muchos artistas describen su juventud en Europa como una época dorada en la que vivieron “muy pobres, pero muy felices”. Esa famosa frase de Hemingway se ajusta a lo que encontró Botero allí. Para sostenerse en la Academia de San Fernando, en Madrid, vendía ilustraciones a la salida del Museo del Prado. Luego se trasladó a Italia y entró como estudiante a la Academia de Bellas Artes de Florencia, en donde pasaba gran parte de su tiempo “porque daban materiales gratis y porque había calefacción”. Botero vivía en un estudio muy humilde y por eso, cuando llegaba el invierno, tenía que trabajar y dormir con el abrigo puesto.
Es difícil saber cuándo Fernando Botero, el estudiante, se convirtió en Fernando Botero, uno de los artistas más famosos del mundo. La respuesta es compleja, pues como le dijo él a SEMANA, en marzo de 2012, “nunca se esni demasiado famoso, ni demasiado rico, ni demasiado flaco”. Pero su hijo Juan Carlos describe el momento en que el pintor tuvo la inspiración que lo habría de hacer célebre. Cuenta que un día en México, en 1956, dibujó una mandolina (una especie de guitarra). Momentos después decidió pintarle el hueco del medio, no del tamaño normal, sino exageradamente pequeño. Inmediatamente, “la mandolina multiplicó su tamaño y las proporciones sufrieron un cambio radical”. Ese fue el eureka en la vida del maestro. Botero ha dicho una y otra vez que “no pinta gordos”, sino que trabaja con ese volumen. Y su hijo agrega que esta es la clave para darles “magnificencia, plasticidad y sensualidad” a sus trazos.
Con su estilo propio y algo de éxito, Botero se fue a probar suerte al extranjero. Vivió un año en México y en 1958 se fue a Estados Unidos. Para ese entonces ya estaba casado con Gloria Zea, quien contó en una entrevista que se conocieron en una fiesta cuando ninguno de los dos tenía un centavo. “Él pasaba a recogerme con unos pantalones de pana en los que limpiaba los pinceles”, dijo. Cuando le anunció el compromiso a su familia, su mamá se desmayó, pues creía al principio que Botero no era un artista, sino un pintor de brocha gorda.
La crítica de arte Ana María Escallón cuenta que el pintor llegó a Nueva York con 200 dólares, tres vestidos, un inglés apenas para defenderse y ni un amigo. En los años sesenta lo que estaba de moda era el arte abstracto, pero Botero hacía exactamente lo contrario y ninguna galería quiso exponer sus ‘gordos’. Para sobrevivir, vendía sus cuadros en el Greenwich Village por 200 dólares. “Un día en la calle encontró una silla deshecha que él mismo remendó y fue el único mueble que tuvo durante meses. Por esas vueltas que da la vida, hace unos años un amigo que heredó aquella silla ruinosa se la regaló y hoy es la que usa, en su taller de Nueva York, para estudiar el cuadro que está creando”, escribió su hijo Juan Carlos.
Dio el salto a los principales museos en Estados Unidos gracias a un extranjero. Se trata de Dietrich Malov, el director del Museo Alemán. Al hombre le gustó tanto la obra de Botero que en 1970 hizo en su país cinco exposiciones. De ahí empezaron a llamarlo de todas partes. La novedad que representaba Botero no solo estaba relacionada con sus ‘gordas’, sino con el hecho de que, en un momento en que el arte era abstracto, el pintor logró reflejar la cotidianidad de una época. Pintaba desde las prostitutas de Medellín hasta las frutas del trópico, las madres superioras del colegio y las corridas de toros de su juventud. “En vez de darle la espalda a sus raíces y a sus orígenes, él prefirió convertirlos en el tema central de su obra artística”, explica su hijo Juan Carlos.
Pero no todo en la vida de Botero fue de colores alegres. El pintor ha sufrido dos golpes que lo marcaron profundamente. En unas vacaciones en 1974, cuando iba con su familia en el carro entre Sevilla y Córdoba, un camión perdió el control y los estrelló. Su hijo Pedrito, de 4 años, murió inmediatamente y el pintor perdió la falange del meñique derecho. El dolor que le produjo la muerte del niño fue tan desgarrador que duró encerrado durante meses en su estudio en París solamente pintándolo. Su segundo matrimonio con Cecilia Zambrano no pudo sobrevivir a la tragedia. Hoy Botero no duda en decir que el mejor cuadro que ha hecho en su vida es el retrato Pedrito a caballo que está en el Museo de Antioquia. Y que por eso la pintura es sagrada para él, pues es “una tabla de salvación en medio de los dramas”.
El maestro tuvo que cargar otra cruz cuando su hijo con Gloria Zea, el exministro Fernando Botero Zea, fue involucrado en el proceso 8000. En los 30 meses que estuvo recluido en la Escuela de Caballería ―por el delito de enriquecimiento a favor de terceros― solo lo visitó una vez. Transcurrieron más de cuatro años para que pudieran volver a hablarse. Ese doloroso capítulo quedó atrás y la relación de los dos fue excelente hasta los últimos días.
En su trabajo también tuvo polémicas. Ninguna de sus exposiciones generó tantos comentarios como la que hizo sobre los abusos de los soldados norteamericanos en la prisión en Abu Ghraib en Irak. Según el pintor, quería “dejar un testimonio contra el horror”. Los cuadros fueron vetados en un principio en los museos de Estados Unidos, pero luego de que una galería y la Universidad de Berkeley los exhibieron, fueron reseñados como la exposición más recomendada por The New York Times. Botero se negó a venderlos porque creía que no era ético hacer un negocio del dolor y por eso permanecen en la universidad.
Pero esa controversia fue simplemente un hito más en una vida llena de éxitos. La mayoría de estos han sido reseñados en las primeras planas de los medios, que han celebrado cada logro del artista como un acontecimiento nacional. En la década de los setenta entró a formar parte de las galerías más importantes de Europa y expuso desde en el Grand Palais de París hasta en el Museo Hishborn, en Washington.
Desde ahí sus pinturas viajaron a las principales capitales del mundo, desde Roma hasta Shanghái. Su obra Adán y Eva se ubicó a la entrada de Expo Sevilla 92. Y recibió homenajes sin precedentes cuando sus esculturas ocuparon las aceras de los Campos Elíseos y después decoraron los alrededores de las pirámides de Egipto. Además, los visitantes a cada una de sus muestras y retrospectivas se cuentan por cientos de miles: 218.000 visitantes en Ciudad de México o 110.000 en Estocolmo, el 10 % de los habitantes de la ciudad. Y sus cuadros, que valían apenas 200 dólares, hoy están en la lista de los mejor vendidos en Latinoamérica. Uno de los más caro, Los músicos, llegó al histórico precio de 2,3 millones de dólares. Su talento es reconocido más allá de Colombia. Tanto que Peggy Guggenheim, sobrina del fundador del Museo Guggenheim de Nueva York, y quien descubrió al artista Jackson Pollock, aseguró una vez que los tres pintores más importantes del siglo eran Bacon, Picasso y Botero.
Redacción: Semana