Por: Aminta Buenaño
A la entrada del Teatro Nacional Rubén Darío de Managua hay un busto en piedra negra cuya sola presencia infunde pasmo, admiración y respeto. Un rostro en que el artista ha logrado plasmar un temperamento encrespado, amplia frente deliberante, labios crispados y no complacientes, mirada altiva y soberbia con un mentón prominente y una cabellera que se agita como una serpiente colérica ante el viento eterno de los siglos.
Su espíritu aunque aprisionado en la dura piedra parece a punto de soltar una bravata. Es Juan Montalvo, el ecuatoriano universal. El hombre que con su sola pluma plantó batalla a dictadores y tiranos.
Nació en Ambato, la bella ciudad de las flores y las frutas, un 13 de abril de 1832 y en homenaje a su ilustre figura el presidente Alfredo Baquerizo Moreno decretó en 1920, el 13 de abril, el Día del Maestro Ecuatoriano. Fecha ritual en que recordamos a quienes nos enseñaron a pensar y nos guiaron por los valores de la verdad, la investigación y el conocimiento: los maestros.
Pero, quién era Juan Montalvo. ¿Quién fue este hombre por cuyos libros destacados intelectuales y políticos como Miguel de Unamuno, Rubén Darío, Eloy Alfaro y Martí se sintieron subyugados y algunos incluso como Darío imitaron en sus primeros ejercicios literarios?
¿Quién era este ser esmirriado y taciturno cuya pluma feroz temían dictadores y tiranos y hasta la misma Iglesia?
¿Quién era este hombre sobre cuyo cuerpo endeble y reumático cabalgaba un espíritu vigoroso y gigante que hacía temblar al Poder al punto de convertirlo en el eterno desterrado de su patria?
¿Quién, el que navegando por las aguas cervantinas del amor a la lengua castiza y sonora, profería insultos y blasfemias en el más depurado y elegante idioma que hizo exclamar frases de asombro y elogios a Miguel de Unamuno y asegurar al mismo Darío que Montalvo era “el creador de la epopeya de la burla”.
Juan Montalvo, al banquillo.
La vida de Juan Montalvo se asemeja a la de un personaje de novela del siglo XIX: misántropo, huía de las multitudes prefiriendo siempre expresarse con la voz de la pluma, tímido pero orgulloso, arrogante, galán y sensual, liberal hasta los tuétanos: un hombre torturado por sus contemplaciones íntimas, desgarrado por una realidad que no aceptaba, condenado al ostracismo por su carácter, se convertía en un temible volcán en erupción cuando escribía. Sus famosos libros la Dictadura Perpetua, El Cosmopolita, Los Siete Tratados, Las Catilinarias, La Geometría Moral persiguieron más a dictadores que un batallón de soldados.
Se enfrentó a tiranos magníficos y despreciables como el implacable y cruel García Moreno, quien alguna vez refiriéndose a su patria dijo que “no había nacido para gobernar a pueblos corrompidos y abyectos” y que pretendió regalar el Ecuador a Francia mediante un protectorado; combatió también al bohemio dictador General Veintimilla al cual llamaba despectivamente “Ignacio de la Cuchilla” o “ el Presidente de los siete vicios”, sin más arma que su talento y sin más decisión que su voluntad y un cuerpo enfermo y agitado, que a duras penas podía sostener una pasión descomunal. Tal lucha le significó persecuciones y destierros continuos, tres en total, que minaron su salud e impidieron que viviera una vida estable y hogareña y cumpliera sus deberes como padre y esposo.
Héroe de novela
Este héroe novelesco y temerario, quintaesencia del pensamiento revolucionario del siglo XIX, irrumpió en una etapa en que Ecuador más que un país en construcción era un cuartel soldadesco en donde constantemente se daban revoluciones y asonadas y era campo fecundo de voluntades dictatoriales que gobernaban más que apegados a la ley, sometidos a los caprichosos dictados de una voluntad imperial. Esto hizo que Juan Montalvo, nieto de un andaluz montaraz que vino a probar suerte en América, se levantara y con una valentía que rayaba en la temeridad los desafiara, se burlara de ellos caricaturizándolos ferozmente en sus escritos y enumerando las atrocidades y los atropellos que cometían en su fanatismo religioso y su rigidez moralista los presidentes García Moreno y el General Ignacio de Veintimilla, antagonistas y enemigos declarados de Montalvo.
La artillería lingüística de Montalvo
Pero toda esta artillería lingüística estaba salpicada de metáforas hiperbólicas, de arcaísmos, de ironías, retruécanos y crueles sarcasmos en el más arrogante y depurado clasicismo, insultos que como una metralla se sucedían uno tras otro plagados de inteligentes referencias históricas y grecolatinas a las cuales era imposible resistirse, escritos que movieron al escritor español Juan Valera a decir:
“Es el más complicado, el más raro, el más originalmente inaudito de todos los prosistas del siglo XIX”.
Condenado por la Iglesia
El Papa León XIII condenó el libro los Siete Tratados de Montalvo al índice de libros prohibidos en Roma, luego de que Montalvo respondiera a los ataques que le hiciera la iglesia que calificaba a su obra como inmoral, herética y blasfema, con un furibundo libro titulado Mercurial Eclesiástica que logró aplausos y una defensa cerrada en un artículo por el poeta Rubén Darío.
Más adelante el nicaragüense solidario con la situación de Montalvo, escribirá: “Indudablemente que en la Mercurial se desborda todo un torrente de pasión. Es preciso imaginarse al ilustre desterrado en su vida de Europa, solitario en medio del inmenso París, pensando en su patria tiranizada, doloroso, nostálgico; pero consolado, alentado, iluminado por la gloria, por el aplauso universal, cuando el aparecimiento de sus Siete Tratados”.
La amistad con Alfaro
Aunque estas pastorales explosivas “erizadas de censuras”, “cubiertas de rayos archiepiscopales” en palabras de Darío, debieron de herirle profundamente pues había sido formado por jesuitas y su religión era católica; no le impidieron, sin embargo, seguir adelante en su lucha heroica contra las tiranías.
Un aliado ideológico, cómplice y amigo fraterno fue el gran libertario Eloy Alfaro Delgado quien ayudaba económicamente a Juan Montalvo, el cual vivía con una permanente soga al cuello apurado por deudas y acreedores. Tenía un orgullo tal y una “honestidad de los principios” (frase feliz de Darío) que hizo que desechara altos cargos y curules parlamentarias con los que el Poder procuró seducirlo y domesticar su fiero afán de justicia y que prefiriera esa vida pobre, libre y casi mendicante que le hizo pasar tan malos momentos. Cuenta el historiador Alfredo Pareja Diezcanseco que una vez Montalvo apremiado por el hambre:
“Vende su reloj: le dan más dinero del que vale, por compasión. Y él, indignado, herido el orgullo, devuelve la diferencia: “Mi reloj no vale más de doce pesos,” exclama con gesto severo.
Sus libros que pasarían a la historia como los del más grande polemista y escritor de excepción, no le dieron el sustento que necesitaba, pero le depararon triunfos y sinsabores y un espacio mayúsculo en las letras ecuatorianas y latinoamericanas. Afirma Alfredo Pareja Diezcanseco que: “no puede deslindarse la figura de Alfaro de la de Montalvo. Son los dos campeones de la libertad. Su amistad fue de las auténticas. Alfaro ayudaba a Montalvo a publicar sus libros. Montalvo ayudaba a Alfaro con su exaltada y noble literatura de combate. Así pasaron estos dos héroes por la historia. Uno murió pronto. Alfaro continuaría en la lucha.”
Desgraciado en el amor y digno ante la muerte
Este romántico del liberalismo, precursor del modernismo, este hijo entre 16 hermanos, este adorador del Quijote al que consideraba lo más acabado de la literatura española, dueño de un verbo apocalíptico y de una literatura esperpéntica y trágica, fue aplaudido y admirado por los más famosos pensadores hispanoamericanos del siglo XIX; pero desgraciado en amores por su vida azarosa de saltimbanqui, con un pie en el estribo siempre y una maleta lista para marchar. Tuvo cinco hijos de distintas mujeres y murió en Paris con aguacero y esto no es parafrasear a Vallejo sino la triste realidad, pues según cuentan sus biógrafos, cierto día de marzo de 1888, Montalvo había ido a corregir las planas de su libro El Espectador a la Casa editorial que lo publicaría y fue sorprendido por una lluvia tenaz que le ocasionó una grave neumonía. Murió a la edad de 57 después de sufrir una peligrosa operación en donde se negó, ante la sorpresa de los médicos, a recibir anestesia con estas palabras: “En ninguna ocasión de mi vida he perdido la consciencia de mis actos.
No tema doctor que me mueva. Operará usted como si su cuchilla no produjera dolor”. Su amigo el médico Agustín Yerovi narra en su testimonio: “La operación que sufrió Montalvo horroriza. Consistió en levantar dos costillas de la región dorsal, después de cortar… las partes blandas de esa región… etc.” Todo esto duró como una hora; mientras tanto el enfermo no había exhalado una queja, ni contraído un músculo. La actitud serena y hasta majestuosa, interesó a los médicos, practicantes y espectadores. Uno de ellos exclamó: ¡Ese hombre es un carácter”!
La dignidad y el orgullo que lo llevó a defender a su patria no lo abandonaron ni siquiera ante la presencia de la muerte, pues unos días antes, previendo su fin, pidió que lo enterraran vestido de estricto frac negro porque había que vestir con solemnidad ante un hecho tan importante; y a su ama de llave le entregó los últimos cinco francos que le quedaban para que compre un ramo de claveles porque siempre había pensado que un difunto sin flores era una imagen muy triste.
En una calle de París…
En la Calle Cardinet número 26 de París hay una lápida con su nombre que reza: “polemista, ensayista, pensador y maestro insigne de la prosa castellana”. Murió el 17 de enero de 1889, años después sus restos embalsamados fueron llevados al Ecuador y reposan en un mausoleo de su ciudad natal.
El más grande homenaje
El mejor homenaje a Montalvo fue escrito por el poeta Rubén Darío quien en su libro Epístolas y poemas publicado en 1884, le dedicó una extensa poesía, en la que en casi 500 versos transcribe la grandeza, las virtudes y cualidades del más grande polemista de América latina en perfectos endecasílabos que echan mano a una profunda erudición clásica y grecolatina.
En ella no ahorra palabras de elogio ante su prosa, lo llama reiteradas veces genio. Resalta el hechizo de “Lo bello y lo noble” de las letras montalvinas porque llevan “la razón de la justicia”, “la honestidad de los principios” que las hace eternas. Rubén, quien sin duda había leído atentamente la novela de Montalvo “Los capítulos que se le olvidaron a Cervantes, le augura: “La gloria está esperando tu llegada/ y Miguel Cervantes es tu guía”.
Esta epístola es uno de los más bellos testimonios de amistad, admiración y reconocimiento de parte del poeta universal Rubén Darío no solo para el polemista y prosista excepcional Juan Montalvo, sino para todos los ecuatorianos y latinoamericanos que veneramos y respetamos la figura heroica y libertaria del maestro de la lengua castellana, aquel que creará “la epopeya de la burla”, como lo dijo Darío, don Juan Montalvo Fiallos.
¡Que la vida de Montalvo nos inspire siempre!