Por Aminta Buenaño / escritora
He escuchado tantas veces decir que la literatura no sirve para nada. Otros de forma inocente y optimista han mantenido que sirve para cambiar al mundo, pero casi la gran mayoría de mis amigos, escritores, lectores y exalumnos, se ponen alegremente de acuerdo en darle la razón a Sartre cuando decía que la literatura es una pasión inútil.
Yo, que difiero de este concepto, creo que la literatura puede ser muy útil. Tan útil como un par de zapatos para caminar. Tanto para el que escribe literatura, como para el que hace de la lectura un arte gozoso y de entretenimiento o una puerta de escape ante la vida incierta. Creo que la literatura le puede dar una razón, un sentido, un propósito a la vida despropositada. O al menos un pretexto para ir tirando, como decía mi amigo Jesús, el español.
Animales narrativos
Es que los hombres y las mujeres somos animales narrativos –como asegura Luis Landero– sentimos placer en inventar, fantasear y crear historias. Siempre vamos por el mundo contando, inventando cuentos, hilando el eterno chismorreo que se teje entre café y café, construyendo el lenguaje como un puente para crear y recrearnos. Como dice Yuval Noah en Sapiens: De animales a dioses, el ser humano evolucionó por su capacidad de inventar relatos, mitos y fábulas, creérselos y utilizarlos para cooperar entre sí. De primates devenimos en Homos sapiens por el poder de la ficción. Somos, como dice Yuval, los habitantes más listos y más crédulos del planeta.
Y, es verdad, nos creemos todas las historias que el ritual de la palabra escrita nos pone frente a nuestros ojos. Y luego necesitamos contarlas, escucharlas, imaginarlas para sentirnos parte de la narratología de la vida, aliento de su corpus vital. Contar es como respirar, como comer, todo el tiempo lo estamos haciendo. No solo contamos, también ficcionamos sobre lo que vivimos. La expresión cuenta y aumenta que dicen los colombianos es una realidad muy real en este cotidiano narrar. El que está incomunicado con los otros o de los otros, se vuelve loco, se disuelve en sí mismo, se pierde en ese laberinto de espejos que llaman locura. La identificación con la historia de los demás, la empatía narracional con la especie nos hace humanos, sensibles, nos devuelve la inocencia perdida.
Las redes sociales
En esta época hiperdigital, fragmentaria y narcisista que vivimos, todos contamos historias en las redes sociales. En algunas ocasiones, sin tenerlo claro y ser consciente de ello, y, muchas veces, de una forma torpe y desordenada, la gente narra sus vidas, nos muestra sin pudor sus dramas en una suerte de violento estriptís, convirtiendo vidas frágiles y vanas, y en apariencia, intrascendentes, en algo parecido a una tragedia o cuasi una epopeya que asimilamos sin dificultad.
Son los signos de la posmodernidad. Cuando queremos abrir los telones del teatro, cuando queremos enterarnos de lo que hacen o piensan nuestros vecinos, cuando queremos hurgar por el ojo de la cerradura, nos asomamos a los muros de Facebook, Twitter o Instagram que nos abren sus entrañas para situarnos en el mundo de los otros. Nos convertimos en grandes cronistas de nuestras vidas, todo lo publicamos en redes, desde nuestros retratos hasta lo que comemos.
Siempre estamos en ellas, contando, recreando, inventando historias. Mintiendo para los demás, aunque muramos por dentro. Impostores de nuestras propias sombras. Con las eternas sonrisas mentirosas de Facebook. Contando más nuestros sueños que nuestras verdades, fingiendo ser felices. Sintiendo placer en recrear, construir, deconstruir, imaginar mundos ficticios o reales. A veces desde las redes podemos extraer historias alucinantes que si las escribiéramos en una novela no parecerían verosímiles.
Ese viejo vicio de contar
Practicamos desde tiempos inmemoriales ese viejo vicio de contar, porque todos, de una manera u otra, queremos o anhelamos convertirnos en la Sherezade de Las Mil y una noches que inventaba historias para salvar su vida; en la inquebrantable y fiel Penélope que espera tejiendo (¿palabras?) a su amado mientras resiste el brutal acoso de sus pretendientes; en la Madame Bovary que, insatisfecha con su vida despreciable y mediocre, aspira a reinventarse. Todos tenemos como sueño un Comala, ese lugar en donde arden las brasas. Lo que nos convierte, de alguna manera, en cronistas, en escritores secretos de nuestros mundos propios.
Para los que hemos convertido en un oficio el narrar historias, la literatura no es solo un negocio por medio del cual se venden libros, tampoco es el inútil oficio que no cambia el mundo, la literatura puede ser muy útil en casos en que estás a punto de coger un revólver y volarte la tapa de los sesos. Puede ser el último resquicio donde refugiarte y la habitación en donde arrojar los tenaces demonios que te atormentan. La literatura no es solo una forma de perpetuarse en ese anhelo de eternidad o de trascendencia tan inherente al ser humano. La literatura también es una forma de sobrevivir a la muerte, a la pérdida, a las ausencias y al vacío. Una manera de salvar la vida, sí, esa vida tan estúpida, tan absurda, tan impredecible y tan frágil. Y no importa si publicas o no, si eres famoso o no, si te aprueban o no. No importa si escribes un diario o aquella novela que nunca darás a leer. Lo importante es escribir, es decir traducir tus emociones, el temblor de la vida, expresar el lenguaje de tu alma con palabras inventadas o arrancadas del sótano oscuro de tu inconsciente en donde se queman a fuego lento los secretos inconfesables.
La vida es dura
En la vida pasan cosas muy duras, terribles, en que los registros akáshicos son inevitables. En medio de una inseguridad que crece, vivir cada día puede ser un desafío. Ocurren dramas épicos que nos envuelven a todos en un terremoto de emociones de impredecibles consecuencias en que parece que todo mundo enloquece y que no hay lugar para nada. Creo que eso pasó con la pandemia. Un virus global que vino a cambiar el mundo y cuyo infierno aún no se ha extinguido a pesar de la aparición de la vacuna. Para algunos el terror sigue latente, florecen obsesiones y trastornos obsesivo–compulsivos de una manera inevitable.
Recordar antes de morir del espanto
Dicen que aquel que no conoce su historia está condenado a repetirla.
Entonces podríamos empezar a recordar antes de morirnos de puro espanto: Hubo una vez, un país, una ciudad que vivió lo innombrable en el 2020. En Ecuador, Guayaquil fue el epicentro del terror, pero también de la resistencia solitaria de muchos para no dejarse vencer por el miedo que mataba más que el mismo virus. Guayaquil que arrojaba más víctimas que naciones enteras, que concentraba siete de cada diez muertos en el país, que convirtió la vida en un infierno. Algunos médicos infectólogos de la ciudad estiman que hubo, en la etapa más crítica de la pandemia, más de veinte mil muertos por el virus en Guayaquil, puesto que solo un niño inocente creería las cifras oficiales que desde el poder publicaban.
Pasaron historias increíbles, historias que convertían en verdad aquella frase de Oscar Wilde acerca de que la realidad supera la ficción: Gente que haciendo cola en las calles moría súbitamente como fulminados por un rayo. Gente que caía frente a los hospitales de puertas cerradas que ya no daban abasto frente a la desesperación de miles. Muertos que permanecían destilando sus vapores cadavéricos por días en su casa porque no había cómo enterrarlos y otros que eran tirados a las veredas por sus familiares por temor al contagio. Gente mayor que moría sola en sus viviendas porque en la peregrinación por hospitales y clínicas eran rechazados, puesto que se prefería a los más jóvenes antes que a los adultos mayores, como le ocurrió al gran poeta, Rodrigo Pesántez Rodas, que murió en completa soledad, después de haber desfilado en un vía crucis, buscando ayuda y tocando puertas, por un sinnúmero de centros de salud. Muertos en hospitales públicos cuyos cuerpos se extraviaban para siempre por la negligencia de operarios sanitarios. Muertos amontonados y pudriéndose en los contenedores públicos como carne putrefacta. Doña Irene, una doméstica que trabajaba en mi casa, me contó que su cuñada entró una tarde de abril del 2020 en el hospital de los Ceibos para perderse para siempre en la eternidad de la nada, porque nunca más se volvió a saber de ella y todavía sus hijos siguen peregrinando por aquellas instituciones públicas de salud en busca de información sobre dónde reposan sus restos que ya a nadie interesa. Un periodista, Nelson Itúrburu, pudo testimoniar desde adentro de los hospitales lo que pasaba antes de morir, y narró para los medios que todo era un caos, que la gente se moría por todos lados y que la única arma que tenían a mano para batallar contra el monstruo era el paracetamol. En el despelote de aquellos tórridos y caóticos días ocurría que, a veces, los operadores de salud, declaraban oficialmente muerto a un familiar al que sus parientes reclamaban y buscaban con ansiedad, para aparecer el difunto semanas después más vivo y desconcertado que nunca.
Esto es lo que sabíamos desde afuera, lo que veíamos en las pantallas, lo que nos narraban desde los chats. Pero cada familia, al interior de su hogar, vivía el horror de su cruz, el miedo latente, el terror que hacía que desinfectáramos cada centímetro de la casa, que nos laváramos las manos cientos de veces como si estuviéramos enfermos de un toc imaginario, que fumigáramos con alcohol hasta las papas, que llegáramos hasta el paroxismo del miedo cuando teníamos un enfermo en casa.
El miedo brutal era un vía crucis que no tenía término y que en algunos desembocó en un infarto fulminante, tal como ocurrió con el hermano de Glenda, una buena amiga mía.
Todos vivimos más o menos esto. Tenemos una crónica personal impresa con fuego en nuestra piel. Yo también lo viví, con el añadido que en enero del 2021 el virus se llevó a mi compañero de vida, mi socio, mi yunta, mi amigo de muchas décadas y me hundí en el abismo. Pero, como escribe D. H. Lawrence en, El amante de Lady Chatterley, hay que seguir viviendo a pesar de que se desplomen todos los firmamentos.
El libro como salvación
Hay ciertos momentos de la existencia en que se invierten los papeles: los hijos se convierten en padres y los padres en niños frágiles y perdidos ante la vida. Yo, que deprimida hasta la médula, autómata sin fuerzas propias, revisaba durante días las torres desperdigadas de libros que Roberto había dejado, hundía mis narices en su ropa buscando los aromas que lo resucitaran, ordenaba y volvía a ordenar sus discos de jazz clásico y free jazz en long play que vegetaban con una antigüedad milenaria y que él atesoraba y guardaba en un mueble viejo convertidos en fósiles musicales, que me tambaleaba buscando razones para la sinrazón de la muerte, interpelando y reclamando a un dios invisible y lejano que parecía no escucharme, me dijo un día mi hijo: –Mamá tú has escrito textos muy buenos sobre mi padre que ha tenido muchos lectores, te han escrito de tantas partes. ¿Por qué no escribes un libro?
Para qué, le contesté, sin mayor entusiasmo. A nadie le va a importar.
No, mamá –me dijo con gesto severo convertido en un padre que intenta razonar con una hija rebelde–. Te equivocas de plano. A muchos les va a importar. Lo que le ocurrió a mi papá, les ha pasado a miles, lo que tú sientes, lo han sentido millones. Muchos se van a sentir identificados, además mi padre era un personaje de novela. ¡Escribe mamá, escribe por favor lo que sientes!, me suplicó juntando las manos.
Me dejó pensando. Recordé que la escritora norteamericana, Toni Morrison, aseguraba que la literatura es un lugar para sentir profundamente, y haber leído también a Clarice Lispector afirmar en un texto que escribir es una manera de no mentir al sentimiento. Pero luego lo olvidé en esas turbulencias que lleva el proceso del duelo que según los entendidos tiene cinco fases, pero a las que yo sentía que venían todas juntas a acribillarme de forma simultánea como un francotirador enloquecido, originándome taquicardias, dolor de cabeza y una angustia muy grande que solo se calmaba cuando agarraba los audífonos y salía a caminar varios kilómetros a la redonda, maltratando el cuerpo con el esfuerzo, sacándome la ansiedad a punta de cansancio físico, subiendo y bajando por las colinas de mi barrio.
Cuando nació mi nieto, con el descalabro de tener que entrar varias veces a UCI por ser sietemesino y de que había que ponerle una máquina porque se olvidaba hasta de respirar pues apenas había completado las treinta semanas, tuve plena consciencia de que él necesitaba una historia, conocer de qué raíces procedía, que su pasado no se desdibujara en el humo del olvido, que las alas de la memoria le dibujaran un abuelo real. Ese iba a ser mi mejor regalo. Y puse mucho empeño en ello.
Recordaba aquellas frases que había subrayado en el libro Escribir de Marguerite Duras: “Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que solo la literatura te salvará”.
“Escribir a pesar de todo, pese a la desesperación. No: con la desesperación”.
Escribí Un blues para Roberto, como una necesidad profunda para exorcizar el dolor, para desarraigarlo de mi cuerpo al que estaba consumiendo como se consume una vela con el viento. Escribí para aliviarme, para alejarme, para salvarme de la muerte. La literatura siempre ha sido una forma de salvación. Ha sido la manera más honesta de ser yo misma. Necesitaba contar lo que estaba sintiendo, aunque eso significara dejar ver mi yo desgarrado, transido por el dolor. Gustave Flaubert decía que la única forma de soportar la existencia era aturdirse en la literatura como en una orgía perpetua.
Soy una sobreviviente del covid que quería y no quería morir.
Y entonces encontré la razón íntima de las palabras, la utilidad de la literatura, que eran los zapatos que me ayudarían a caminar, a levantarme y empecé a escribir. Sentí en mis entrañas aquella verdad –como una catedral–, de lo que alguna vez escribió el autor de Manhattan transfer, John Dos Passos, quien aseguraba que “(Al escribir) te aligeras mucho el pecho, echas afuera emociones, impresiones, opiniones… Hay alivio, mucho alivio, en un volumen grueso”.
Creo –y lo digo en mi libro– que con esa enorme cicatriz que nos dejó la pandemia, con esas vidas rotas, podemos elaborar arte. Tantas vidas que se fueron, tantas historias que contar. Ante la fealdad de la muerte crear algo que no perezca. En lugar de enterrar y olvidar en el cuarto oscuro del alma los mil huesos rotos, podemos producir belleza con la memoria y la imaginación como forma de resistencia ante el olvido. Y contando una vida, honrando una vida, honramos la de todos.