Quito, 10 de sep, (La Calle).- Me sentía peleado con los libros aunque realmente estaba disgustado conmigo mismo. Debido a las épocas confusas que vivimos atraje novelas que fue incapaz de terminar, textos en los que me abalancé por la borda como un cobarde capitán de barco.
10-9
Fue gracias a este libro que superé esa extraña sensación. Me curé con el fuego de la obra 10-9 del ecuatoriano Adriano Valarezo, un “nanotexto” de 20 páginas. Cuando lo tuve entre mis manos sentí que era la contraseña del infierno.
En primer lugar la portada: un óleo del neerlandés Christian Rex Van Minnen llamado Piggi Boy. La obra muestra un rostro repleto de forúnculos y deformaciones: infame mora de la angustia de corte victoriano.
En cuanto al texto, lo vuelvo a leer y en cada relectura me descamo un poco y yo soy el leído y el deforme.
Los textos no luchan por el sentido, aunque no lo abandonan, mas bien lo cargan en una alforja invisible que nos ubica en una dimensión siniestra y sensible.
“La ficción de una ficción”, dice Adriano Valarezo en entrevista con Radio La Calle, que ha vuelto a la lectura en su Ítaca libresca y sueños de matriz matemática y alucinante, uno de los ejes de su colección “Caja de Cartón”, que incluye dos estaciones previas: Rodión y Manteca.
Valarezo recurre a palabras precisas y silencios, con esa capacidad innata para torcernos la médula mientras nos acerca a pintores extraños y autores como Philip Mainländer, filósofo del que Adriano extrajo el magnífico epigrafe de la obra: “De esta manera, perdemos el último punto de anclaje”.
Tanta nada por doquier. Somos pregoneros perdidos en un mar de palabras filosas. Nanotextos de macroaltura, como los de Adriano, se vuelven dardos venenosos que, entre los días, sanan hiriendo.
Vaya que sí.