Hace poco escuché a una periodista que ella prefería usar la palabra ñañaridad, en reemplazo de sororidad; término acuñado por Marcela Lagarde, que da cuenta de esas alianzas que pactamos las mujeres por la construcción de un mundo, realmente, humano. Me resulta prioritario poner en discusión esta categoría, porque tengo la impresión de que se cree que, al sabernos sororas, las complejidades desaparecen cuando interactuamos con otras mujeres; como si se diluyera, por arte de magia, la fragmentación social entre nosotras.
Cuando nos referimos a las mujeres, en general, suena a un grupo uniforme de personas. Sin embargo, somos diversas y divergentes, al igual que el reconocimiento de nuestros derechos. El sitio de enunciación de una mujer indígena con estudios superiores no será semejante al de una mujer trans en condición de emigrante. Exacto, la sororidad no es una palabrita sencilla y que la repetimos porque está de moda; da cuenta de una postura ética, política y práctica frente a otras mujeres.
La sororidad evidencia a mujeres con privilegios de clase, etnia, género, etc. Y que juegan a favor de un entorno social que no le importa la sobreexplotación de cualquier ser vivo a cambio de la acumulación de capital. Ser sorora no me ciega ante los actos de corrupción o violencia de cometidos por mujeres. Existen aquellas que alimentan las dinámicas de poder del mundo patriarcal. Sí, hay machistas que disfrutan sus prelaciones por sobre los detrimentos de otras.
¿Puedo ser ñaña de aquellas que perpetúan las relaciones jerárquicas entre hombres y mujeres?
Jamás podemos apoyar a quienes protagonizan injusticias sociales, la sororidad no nos invita a convertirnos en una cucharada de azúcar. Todo lo contrario, debemos estar abiertas a la discrepancia, alejadas obviamente de las vejaciones patriarcales como zorra, perra, gorda, fea, mal vestida; desde argumentos que evidencien el desacuerdo, pero en términos que modifiquen el trato violento que se nos ha dado a las mujeres tradicionalmente.
No, no todas partimos de un mismo lugar. Entonces, la ñañaridad me invita a cuestionarme mis privilegios y la forma que estos permiten la opresión de diferentes mujeres. Es el caso de quienes trabajan en los hogares como empleadas domésticas para que otras puedan estudiar, trabajar, descansar. De esto se trata, una categoría potente que nos cuestiona a abandonar ese poder que subordina a “mujeres ajenas” a nosotras.
Es un ejercicio de sinceramiento hablar de las propias concesiones; y si las tenemos, es nuestra responsabilidad buscar los mecanismos para que otras mujeres los alcancen. Ustedes me dirán, ¿cuál privilegio, si me lo he ganado a pulso? Justamente, la “inmunidad social” de crecer en un hogar con un papá mestizo y una mamá mestiza, pareja heterosexual, con educación formal y con un trabajo dignamente remunerado. Las niñas indígenas desde que nacen enfrentan la exclusión, solo por mencionar una, habitan en lugares sin acceso a agua potable.
Yo como mujer mestiza, heterosexual, profesionista soy sorora cuando comprendo que no tengo todas las respuestas y debo estar en la búsqueda continua de las perspectivas y necesidades de otras mujeres, porque la esencia del feminismo es el debate continuo, alejado de las verdades inamovibles. No es sororidad si no cuestionamos, constantemente, las violentas estructuras del poder.
Ser sororas es no darle tregua al machismo en palabras, obras o pensamientos.