Autor: Juan Paz y Miño.
Quito, 15 de nov, (La Calle).-Cada vez ha crecido en Ecuador el cultivo de la memoria sobre la masacre de trabajadores ocurrida el 15 de noviembre de 1922 en la ciudad de Guayaquil. Se trató de un momento de lucha y ascenso social, que reivindicó la subida de salarios, el respeto a la jornada de 8 horas diarias establecida en 1916 y a la ley de accidentes del trabajo dictada en 1921, el pago de horas extras, la reducción de la jornada a 6 días (se trabajaba 7), o el establecimiento de turnos. Las referencias suelen remitirse a la novela Las cruces sobre el agua (1946), de Joaquín Gallegos Lara, que tiene como eje ese acontecimiento. Pero existe una variedad de investigaciones historiográficas que permiten entender los pormenores del suceso y sus alcances en el tiempo. Y es necesario vincular ese hecho del pasado con el presente.
Hacia la segunda década del siglo XX la clase obrera ecuatoriana era incipiente, como en la mayoría de países de América Latina. Crecían las organizaciones de artesanos y trabajadores asalariados o semiasalariados. Predominaban las relaciones precapitalistas, en una sociedad bajo el dominio oligárquico que se identificó como “época plutocrática” (1912-1925). De modo que la masacre de los trabajadores aquel 15 de noviembre respondió a la forma en que los gobiernos de la oligarquía entendían la sujeción a masas que consideraban ignorantes, violentas y peligrosas. Peor si se trataba de indios, lo que explica que al año siguiente se produjera otra escandalosa masacre en la hacienda Leito, situada en la provincia andina del Tungurahua.
Oligarquías contra trabajadores y burguesías que comenzaban sus desarrollos empresariales sin disposición a consentir ni respetar derechos laborales, fue un largo signo durante el siglo XX y aún más después de la II Guerra Mundial (1939-1945), cuando la guerra fría impuso la irracional persecución al “comunismo”, concepto que sirvió para que las capas dominantes latinoamericanas identificaran como “comunistas” a las reivindicaciones laborales, los sindicatos, las movilizaciones ciudadanas de protesta por la búsqueda de mejores condiciones de vida y de trabajo. Así es que las masacres sobre los pobladores se han realizado en distintas décadas, como lo ha destacado el libro Masacres obreras y populares en América Latina durante el siglo XX (2021), que recoge los estudios de varios investigadores, en donde se da cuenta del caso ecuatoriano y, además, de la revuelta del Río Blanco del 7 de enero de 1907 en México; la masacre de la escuela Santa María de Iquique en 1907 en Chile (recordada en la famosa “Cantata de Santa María de Iquique”, que popularizó el grupo musical Quilapayún); la que ocurrió en Argentina en enero de 1919; la masacre artesanal del 16 de marzo de 1919 en Bogotá; la violencia social en la Patagonia entre 1920 y 1922; la matanza de La Coruña de 1925 en Chile; las que ocurrieron durante la década de 1925-1935 en Cuba; la masacre obrera de 1928 en la zona bananera del Magdalena, en Colombia; el etnocidio de 1932 en El Salvador; la represión de la huelga azucarera de marzo 1946 de La Romana, en República Dominicana; la masacre de las Pascuas Sangrientas de 1956 en Cuba; la huelga de los trabajadores de cementos El Cairo y la masacre de Santa Bárbara en 1963 en Colombia; la represión contra pobladores y mineros bajo el gobierno de la Democracia Cristiana en Chile, realizadas en El Salvador (1966) y Puerto Montt (1969); las constantes masacres de mineros bolivianos en el siglo XX; el genocidio en Guatemala durante la década de 1980; la violencia en Brasil y la masacre del Carandiru en 1992. Pueden sumarse otros casos, como la masacre de los trabajadores de Aztra en Ecuador en 1977 y, desde luego, los regímenes de terror y muerte que establecieron las dictaduras militares de la “seguridad nacional” en el Cono Sur latinoamericano. Siempre los represores fueron gobiernos y dictaduras de derecha.
En el siglo XXI los mecanismos para sujetar y someter a las clases trabajadores tienen nuevas expresiones. Desde la década de 1980, progresivamente las elites del poder, adoptando la ideología neoliberal, con auspicio internacional (FMI) y la convergencia de empresarios modernos que, sin embargo, nunca forjaron una conciencia de responsabilidad social, sino que conservaron las viejas mentalidades oligárquicas del pasado, han arremetido contra los derechos laborales y los avances estatales en bienes y servicios como educación, salud, seguridad social. En América Latina hay una carrera de gobiernos (siempre de derecha) por la flexibilidad laboral y el achicamiento del Estado, para privatizar incluso los logros sociales. Y es Colombia el país que exhibe una dramática historia diaria de asesinatos de líderes y dirigentes sociales y de los trabajadores.
Los ejes de las nuevas consignas flexibilizadoras son, sobre todo, dos: los salarios y la jornada. En Ecuador, las elites empresariales inventaron una fórmula matemática supuestamente “técnica” para aplicarla al alza de salarios, que apunta siempre a reprimir cualquier elevación. Y argumentan que el salario mínimo en el país es superior al de los países vecinos y a todos los latinoamericanos. Es falso. El salario de U$ 400 mensuales en un país dolarizado como Ecuador es una miseria y es mayor la desgracia de todos los otros países con los que se quiera comparar, donde los salarios menores implican peores condiciones de vida. Además, se ha repetido que los mayores salarios ahuyentan las inversiones y frenan las actividades productivas, algo que, desde la perspectiva histórica, siempre ha sido falso y que recientemente también lo ha desmentido David Card, premio Nobel de economía 2021, quien específicamente demostró, con estudios empíricos, que los aumentos en el mínimo salarial “no tienen por qué conducir necesariamente a la destrucción de empleo”. Así es que, por el lado de reprimir los salarios, se apunta simplemente a garantizar mejores ganancias.
Y lo mismo ocurre en cuanto a la jornada. Las elites empresariales han planteado y presionado para que en Ecuador se privatice todo tipo de jornada laboral, de modo que sean los patronos quienes la establezcan a su modo y según sus necesidades de negocios, utilizando las 24 horas del día y los 7 días a la semana, algo inédito en la historia laboral latinoamericana. En forma concreta existe la propuesta para elevar la jornada laboral diaria a 12 horas (mientras una serie de países europeos, como Islandia, la reduce a menos de 8), cumplir las 40 horas semanales en menos de 5 días o en 6 (y hasta 7) sin pagar recargos, desconociéndose la diferencia entre jornada diurna y nocturna, así como el pago de horas extras y suplementarias que superen las 8 diarias o se realicen en sábados y domingos; y adicionalmente, regular vacaciones o descansos. Todo se ha revestido como nueva ley laboral para dar trabajo al 70% de población que carece de empleo formal, impulsar los “emprendimientos”, modernizar al país y superar, dicen, la caduca vigencia del Código del Trabajo expedido en 1938 (que ha sufrido, por cierto, amplias modificaciones a lo largo de las décadas). Históricamente, ese Código no ha impedido, durante 8 décadas, el progreso empresarial ni el de las inversiones. Obviamente, esta otra cara de la misma moneda, igualmente apunta a garantizar mejores ganancias.
Las experiencias flexibilizadoras en América Latina están presentes de la mano de gobiernos empresariales, que siguen caminando en dirección opuesta a toda economía social de bienestar. Y no hay perspectivas para revertirlas, porque en buena parte de los países, las organizaciones de trabajadores están debilitadas y en Ecuador su esclerosis es prolongada. Pero, además, las resistencias y luchas tradicionales tampoco han logrado revertir el progreso neoliberal. De manera que las mismas organizaciones y los líderes sociales se enfrentan al desafío de revisar y reformular sus acciones, si es que anhelan crear una amplia conciencia de clase que, sobre la base de actualizar posiciones, pueda confrontar al poder ya alcanzado por el capital.