Tomado de: Revista Crisis
Por: Carlos Pazmiño Vásquez
8 de octubre de 2019, “pásame el uranio que voy a matar a todos esos hijueputas”, gritaba a todo pulmón “Piolín”, uno de los vecinos más “locos” e “idos” del barrio, un tipo con personalidad y gran sentido del humor, marginado entre los marginados, profesional en su oficio a temprana edad. Cientos de figuras lo acompañan, micro traficantes, prostitutas, las más viejas, las que uno ha visto desde que tiene uso de razón – “las señoras malas” como las llamaba mi abuela, que con amabilidad me sonreían cuando era pelado -, travestis, adictos, cargadores de San Roque, hasta los evangélicos se habían dado cita. La 24 de Mayo revivía, adquiría la pinta de los 90.
Todos en gajo, todos atentos “aquí a nadie se lo llevan”, “que nadie se ahogue, que nadie salga herido”, un “tabaquito”, un “grifo”, una “pistola”, “vos no más pide que aquí estamos chato, esos mamavergas no nos pueden hacer nada”, decía otro panita. Todos desconocidos, con las caras tapadas, o más bien, todos haciéndose los locos, las paradas del barrio no confunden a propios sino a extraños.
Los “robocop” no alcanzaban a comprender el porqué de tantas puteadas, piedras y rabia. El lumpen había organizado su propia comuna, un sistema de solidaridad y reciprocidad, un espacio liberado temporal, una fiesta, pero también el momento para ajustarles las tuercas a los “tíos”.
Enseguida otro loco grita, “esta huevada huele a triki, el triki no me hace nada chapa hijueputa” mientras una nube de gas lacrimógeno dispersaba momentáneamente la primera línea. Esa sí era primera línea, porque todo ese “personal” vive a diario en la primera línea, haciendose “ocho” para sobrevivir, comiendo de la basura, robando, vendiendo drogas y artículos robados, prostituyéndose; cero nervios, cero paro. “Caminando por las calles voy a enseñarte, que cuando cualquier zarrapastroso te tire parada, tienes que frentearle”, dice una canción escrita en esas calles. El capitalismo les ha condenado a ser los nadie, como diría alguien por ahí.
Una adolescente embarazada y una niña, cargando un escritorio metálico, a la salida de una UPC en llamas en un acto de rabia e impotencia, recordaba a los expectadores que “todo eso era por nuestros muertos, por todo lo que a diario nos hacen estos chapas hijueputas”. La ira popular por la muerte de Marco Oto, un joven que el día de ayer, lunes 15 de junio, habría cumplido 27 años, convocaba uno de los episodios más memorables del Paro Nacional de octubre pasado en la ciudad de Quito.
Marco se había multiplicado, se había fundido en miles de almas del pueblo, su memoria levantó a San Roque, la 24, el Cumandá y San Sebastián, escenarios simultáneos de una lucha encarnizada y desigual entre policías y pueblo; ni una sola de las tres unidades de policía instaladas en el sector había quedado en pie.
Los medios de “comunicación” enseguida cargaron contra los manifestantes y su mártir, una turba de “ladrones y criminales”. Acusaciones cobardes y sin fundamento, sostenidas en la violencia y la mentira, usadas constantemente por los responsables de la muerte de Marco.
Ya no hay montañas de piedra y llantas en llamas, la 24 de mayo se ha “pacificado”. Las UPC han sido arregladas, “parecen nuevas”, como si nada habría pasado. La calle no puede ocultar la historia de sus habitantes, las cicatrices del fuego y las veredas partidas persisten. La Comuna “lumpen”, la Comuna nacida de la memoria de Marco Oto, está latente, bajo sus propias formas de socialización, tan extrañas para los académicos y la pequeña burguesía “revolucionaria”, como blanco a batir y eliminar por las fuerzas de seguridad, quienes la han plagado de cámaras y hombres con chalecos fosforescentes.
Ninguno de los que se dieron cita ese día olvidará.