El día en que se instaló la pandemia en mi universo cotidiano fue como
si hubiera caído el meteorito que mató a los dinosaurios. Siempre he
partido de la idea, esgrimida y defendida por mi madre (QEPD), que “la
calle es la vida” y he hecho buen uso de ese precepto paseando y
viajando en la vida real y en mi imaginación por todos los mundos
posibles; y de pronto aquel fatídico día del 16 de marzo del 2020 en que
por decreto oficial: No debíamos salir a la calle, ni conducir ningún
vehículo, ni frecuentar gente, ni pasearnos por cafeterías ni por centros
comerciales, amén de no visitar gimnasios, cines, conciertos ni
cementerios y recluirnos en la casa como si fuera una cárcel, el mundo
se abrió como un terremoto bajo mis pies.
Y no solo eso, sino los miles de cuidados que debíamos de tener de allí en adelante por los que cualquier desdichado que sufriera catarro o alergia era motivo de las más crueles sospechas y condenado al más virulento ostracismo como un criminal abyecto en el rincón más oculto de la casa; y las advertencias continuas de que debíamos alejarnos con sumo cuidado
de cualquier paquete o elemento extraño que intentara surcar nuestras
manos si antes no lo rociábamos con toneladas de alcohol, desinfectantes o cloro y todo lo que se nos ocurriese que pudiese matar al virus criminal que nos tenía paniqueados.
Para los obsesivos compulsivos que antes pasábamos como bichos raros y enfermos de fobias por el millón de veces que nos lavábamos las manos nos
convertimos, de la noche a la mañana, por artes de birlibirloque, en
héroes anónimos, seres ejemplares al que todo mundo debía de seguir
y emular.
Ese toc diagnosticado con prevención por tantos psiquiatras era objeto de elogios y aplausos y hasta en la televisión salían médicos y propagandas, indicándonos cómo, cuándo y de qué maneras (¡había miles!) debíamos lavarnos las manos, convirtiendo un acto de lo más sencillo en una auténtica y complicada ciencia.
La convivencia y el hogar
Y no solo eso, el mundo florido de la casa con un gato maullando en las
esquinas, el hijo llegando del trabajo para leer y ver televisión, el esposo
sumergido en sus interminables sagas literarias y la empleada de la
casa que más que empleada era el miembro más influyente del hogar
con sus tantos años de trabajo, cuyo poder político se hacía sentir imponiendo reglas y costumbres so pena de abandonar la cocina,
verdadero terror para mi escasa afición a las artes culinarias; de pronto
ese mundo florido se convirtió en un helado y tétrico desierto.
El hijo decidió abandonar la casa e irse a vivir la cuarentena con su novia, cosa que no me dolió porque albergaba la ilusa esperanza de que fruto de
aquel encierro viniera un producto con uñas; la empleada emigró como
una cigüeña asustada volando a guarecerse en su casa previendo futuros desastres para la humanidad, pues se había convertido en “hermana evangélica” y estaba segura que aquella plaga era el anuncio del apocalipsis que venía previendo desde hace algunos años cuando reparó que en aquella casa en que trabajaba, se leía poco la Biblia y escaseaba el catecismo y los deberes del buen cristiano no se cumplían en la mesa.
El gato Thelonius, quien nos ha domesticado desde que llegó a la casa, nos dejó bien claro con su glacial indiferencia que le valía tres atados nuestra angustia existencial por la peste, el coronavirus o como se llamase, siempre que su plato rebosase con pepas Royal Canini y nos abandonó a nuestra suerte, y de pronto estábamos solos, mi esposo y yo, ante el paisaje inerme y despoblado de la casa. Y, claro, también estaba el televisor.
El televisor
El televisor que venía con su tráfago de noticias terribles de gente colapsando en plena calle, de hospitales repletos con gente agonizando en los pasillos, de un gobierno desquiciado que no ataba ni desataba con los cordones de su ineficacia, de robos infames en los hospitales sin nadie que ponga término frente tanta vileza, de donaciones de ataúdes de cartón para los pobres como caridad piadosa desde las alturas del poder, de ausencia de medicinas en los sanatorios públicos pagados con los tributos de los ciudadanos, de gente desesperada muriendo en las puertas de atestados hospitales que se cerraban ante los alaridos de muchos y de difuntos arrojados a las calles como si fueran bolsas de basuras por la desesperación de sus familiares ante el temor del contagio y ante la falta de políticas públicas que dijeran qué hacer con los cuerpos insepultos.
Guayaquil, la ciudad cadáver
Todo era un
desaguisado, un horror, un terror sin nombre y Guayaquil era la ciudad
cadáver en donde ocurrían todos los desastres y agonías posibles y en
donde en un solo día del mes de abril murieron más de 600 personas
por la peste.
Y en solo dos meses del año en curso el covid-19 se tragó más de diez mil personas. El olor de los cadáveres no solo lo sentían los familiares, lo sentíamos todos los que traficábamos por las redes sociales, reconociendo a uno y otro muerto, lamentando las tragedias tan cercanas, llenándonos de tanto miedo que hasta respirar costaba.
Mi amiga Glenda me llamó para comunicarme que su hermano se había muerto no del covid, sino del terror al covid. Amigos me anunciaban una
y otra muerte con la regularidad con que suenan las campanas para misa.
Poetas, artistas y pintores morían derrotados por un virus infame que no respetó sus talentos. Centenas de médicos se morían y mi esposo que es médico y de remate psiquiatra andaba naufragando en las insanias del terror. El precio de las medicinas se había disparado, las mascarillas habían desaparecido y las pocas que había eran carísimas, la gente se confeccionaba tapabocas hasta con los calcetines y brasieres y se metía en el estómago cualquier remedio que recomendaran los miles de gurús que habían florecido como hongos silvestres con la desesperación.
Cientos de desalmados traficaban por las redes vendiendo y revendiendo los productos de seguridad a precios astronómicos y sin ningún control. Todos transitábamos, caminábamos, llorábamos y bailábamos por las autopistas digitales que eran las únicas permitidas para transitar y eran las que, sin querer queriendo, causaban mayor pánico ante la certeza de que el pánico era global ante un virus invencible que había derrotado todos los sistemas sanitarios de seguridad del mundo.
Una historia de terror
Y, como corolario, en el terror del miedo que nos inundaba a todos, en
la desesperación de las faltas de medicinas y de las faltas de políticas
públicas que mitigaran tanto horror, de ausencia de presupuestos
fiscales para la Salud Pública que obligó a una ministra a renunciar a su
puesto, nos enteramos como si fuera un detonante para una implosión
en la vena yugular que el flemático ministro de economía había pagado
más de 326 millones de capital a los tenedores de bonos privilegiando
las deudas sobre la pandemia que devoraba vidas en el país y, especialmente, en la “Perla” que más que perla se había convertido en
la boca del infierno.
En ese preciso instante sentí, creo sentimos, que estábamos solos
frente al mundo, la filosofía del ¡sálvese quién pueda!, del ¡qué chucha!,
nos abandonaba a nuestra suerte, en completa indefensión, y que la
única arma que teníamos y con la que contábamos era con nuestros
propios cuidados y con una disciplina militar para los más vulnerables.
La gente abandonó despavorida los hospitales porque habían
demostrado que entrar en ellos era la forma más segura de morirse y
no solo se morían sino que, como si fueran fantasmas, se hacían humo
los cadáveres, enterrados, según dicen, en fosas comunes en
Pascuales o podridos, unos sobre otros, en contenedores como latas
de atún con salmonelosis.
La muerte sin dignidad
Tengo la buena o la mala suerte de vivir cerca del hospital de los Ceibos,
Hospital Covid, y vi tantas cosas que podría escribir cien novelas de
terror y aún así no desalojar el terror de mis venas por lo que intento
olvidarlo por sanidad mental.
Irene, mi empleada, aún busca entre centenares de cadáveres, los despojos de su hermana política quien entró a un hospital público el 17 de marzo del año de la peste y desapareció para siempre del mundo, pues nunca le entregaron el cadáver a pesar de su procesión y protestas ante autoridades y hospitales; sus hijos sueñan poder enterrar a su madre y rezar sobre su
tumba; pero como son pobres no les hacen caso, porque no tienen voz
y en nuestro país el que es pobre y no tiene voz, no tiene derechos y
pierde hasta la dignidad.
Con el terror producido por tanta incertidumbre y tanta calamidad
resolvimos, mi esposo y yo, hacer frente a la pandemia con una
disciplina militar hecha de rutinas medidas con cronómetros,
alentándonos uno a otro y tomando todas las medidas posibles de
precaución, pues nuestro hijo ya nos había declarado personas
vulnerables a pesar de ser sanos y fuertes, porque como se sabe todo
hijo ve en sus padres unos carcamales y candidatos seguros a la Parca.
Una vez que llegaban los alimentos comprados generosamente en
larguísimas colas ante el Súper por nuestro hijo y dejados en la puerta
como ante un leprosario, mi esposo procedía a hacerle una asepsia que
hubiera envidiado cualquier cirujano que operara a corazón abierto y
que podía durar toda una mañana.
Hacíamos ejercicios, yo trotando alrededor de la mesa, él caminando alrededor de la cama, cien, mil, cinco mil vueltas hasta caer exhaustos. Luego consumíamos nuestro tiempo, la mayor parte del tiempo, leyendo y escribiendo.
El arte nos salvaba
Nunca mejor dicho aquello que alguna vez escribiera Rubén Darío, que
los seres humanos podemos salvarnos a través del arte. El arte nos
salvaba del terror, del miedo inconsciente que nos atenazaba y que nos
hacía ver en el Otro un enemigo. La lectura, la escritura, el apreciar una
buena película hacían el horror más soportable.
Los libros que tenemos a profusión en nuestra biblioteca y aquella poderosa arma mágica y digital: el Kindle, que nos acercaba a cualquier autor al instante en cualquier parte del mundo, permitiéndonos leer lo que se estaba escribiendo casi al mismo instante en que se publicaba como, por
ejemplo, el libro Pandemia del filósofo esloveno Slajov Zízek que se publicó en esos mismos días. Y otros libros que quizás nunca lleguen a nuestras librerías, pero que circulan y se compran en el mundo digital, deleitándonos y permitiéndonos vivir otras vidas, crecer aunque el
mundo estuviera en llamas, imaginar espacios menos densos, tener
esperanzas, poder soñar aun cuando la muerte lamiera nuestros pies.
Y yo me sumergía buena parte del día a escribir cuentos sobre la
pandemia de tal manera que escribí un libro de relatos que no sé cuándo
ni cómo ni dónde podré publicar y seguí batallando con novelas
interminables que me llenan de inquietudes y desasosiego porque me
esperan con sorpresas a cada paso y en cada esquina y nunca sé en
qué van a terminar y qué fragmentos de mi vida se van llevando consigo.
Las recetas de YouTube
Comíamos una vez al día, a las 6 p. m, ayudados por YouTube que nos
permitía realizar platillos express, especialmente deliciosas ensaladas
en donde mi esposo, si la justicia existiera, debería obtener un máster;
y nos hicimos especialistas en las mil y una maneras de preparar
comida gourmet con un pollo cocido a las brasas del Supermaxi.
Mejoramos nuestra salud, adelgazamos maravillosamente y sin pagar
un solo dólar al nutricionista ni al gimnasio, de tal manera que cuando
regresó Irene casi lo lamentamos.
Y como la pandemia no ha terminado y hay brote y rebrote, seguimos
sumergidos en la parafernalia de cuidados que nos dejó como lección
esta primera pandemia y convencidos como decía Van Gogh que el arte
es una vacuna que “sirve para consolar a todos los que están rotos por
la vida” y que “a veces, las cosas más reales solo suceden en la
imaginación,” como escribió Carlos Ruíz Zafón a quien redescubrí en
esta pandemia junto con los inolvidables novelones de Alejandro Dumas
que amaba mi madre.
Esta historia no termina
Seguimos salvándonos y reinventándonos a galope de la imaginación y sumergiendo todos los días nuestras almas (como lo hizo Tetis con Aquiles en la laguna Estigia), para volvernos invulnerables a través del arte, de la poesía y la novela, que son como llaves para la felicidad y que nos salvaron del horror de morirnos del miedo.