Por Redacción La Calle
23 de abril de 2025
Una imagen vale más que mil principios constitucionales.
Colgada en la puerta del Pleno de la Asamblea Nacional, la fotografía del Papa Francisco —fallecido apenas tres días atrás— se convirtió en símbolo de lo que estaba por ocurrir: reverencia, silencio y archivo.
Ese mismo día, sin presencia de sus proponentes, sin debate a fondo y con los micrófonos enmudecidos, el Legislativo decidió enterrar la Ley de Libertad e Igualdad Religiosa. La propuesta, nacida en la Defensoría del Pueblo y retomada por la legisladora Esther Cuesta (Revolución Ciudadana), buscaba establecer límites claros entre fe y poder político.
No era una amenaza a la espiritualidad. Era una advertencia al abuso.
No era contra la fe. Era contra el poder.
El proyecto proponía sancionar a iglesias que, desde sus púlpitos, hicieran proselitismo político, promovieran discursos de odio o interfirieran en elecciones. No perseguía creencias, sino el uso de la religión como plataforma electoral.
Pero los temores pudieron más. Legisladores de todas las bancadas se alinearon para archivar la propuesta sin enfrentar el debate ético de fondo. Se escudaron en tecnicismos: que las exenciones tributarias no eran competencia legislativa, que el traslado del registro religioso al Ministerio de la Mujer era improcedente. Palabras para evitar decir la verdad: el miedo a incomodar al poder eclesiástico es más fuerte que la voluntad de legislar con valentía.
La política se arrodilló
La Asamblea no debatió el fondo del problema: ¿puede una iglesia intervenir en elecciones sin consecuencias?
¿Debe una institución religiosa tener más margen de acción política que una organización social?
La respuesta fue evasiva.
Mientras algunos hablaban de libertad de culto, lo que se evitó fue hablar de libertad de conciencia, derechos LGBTI+, derechos de mujeres, de niñez, de personas no creyentes.
La fe se respeta. La impunidad no.
Carmen Tiupul, asambleísta de Pachakutik, confesó en el Pleno que la propuesta “confundió” a las comunidades indígenas. “Los adultos mayores me decían que nos iban a sancionar solo por rezar en comunidad”, relató.
Ese miedo —impulsado desde sectores religiosos que se sintieron amenazados— se convirtió en argumento político. Y así, el Estado volvió a ceder terreno frente al dogma.
¿Quién protege a quienes no tienen púlpito?
Mientras tanto, muchas personas continúan siendo señaladas, marginadas o atacadas desde espacios religiosos por su identidad, orientación sexual o creencias. El proyecto proponía evitar justamente eso. Pero fue silenciado.
La Revolución Ciudadana, lejos de defender su propia propuesta, guardó silencio. Solo Pierina Correa habló… para recordar que era el día del trabajador legislativo.
El laicismo no se decreta, se defiende
No se archivó solo una ley. Se archivó la posibilidad de hablar de la relación entre política y religión con madurez democrática.
Se archivó la protección del espacio público como territorio plural.
Se archivó la defensa de quienes creen distinto o no creen.
Y sobre todo, se archivó el valor de hacer política sin miedo.
El Estado laico no es un lujo.
Es una garantía democrática.
La fe es libre.
El poder, no.