La hoguera bárbara: así pereció Eloy Alfaro hace 113 años

Quito, 28 ene (La Calle). – El 28 de enero de 1912 es una fecha conocida por los ecuatorianos, aunque en muchas ocasiones la memoria suele ser traicionera y olvida parte de la historia, una que, desgraciadamente, no dejamos de repetir.

Ese domingo, imagino yo que hacía frío en Quito y más en un panóptico, el general Eloy Alfaro esperaba la muerte. Había sido presidente del Ecuador en dos ocasiones y librado una decena de batalla con un objetivo claro: enrumbar al país, una joven república que no lograba consolidarse como Estado, a pesar de los múltiples intentos de otros por lograrlo.

Alfaro forjó el camino para el Estado que conocemos ahora. La laicidad (separación entre Estado e Iglesia), los colegios normalistas, el trabajo de las mujeres, el matrimonio civil y el divorcio. Cosas que ahora nos parecen muy normales, pero que en los inicios del Ecuador, no existían.

Cuando lo viejo se resistía a morir y lo nuevo no lograba nacer, llegó Alfaro. Labró el camino, movió el avispero y eso no le gustó a la burguesía elitista del país. «La unión nacional pudo haber sido. La misma tragedia que persiguió a los libertadores, le mordió como una loba: falta de hombres de pensamiento, falta de abnegación en los tenientes, falta de cultura política en el pueblo, falta de condiciones históricas y geográficas. (…) La burguesía desarrollaba su capacidad a mucha prisa y ya no necesitaba de Alfaro. Por el contrario, la alfarada le resultaba peligrosa. Había cansancio», dice Alfredo Pareja Diezcanseco en su libro biográfico sobre el presidente, La Hoguera Bárbara.

Esa burguesía que creció gracias a Alfaro, fui también la que marcó su destino. Las élites económicas y militares no querían perder su estatus y buscaron como solución la muerte del presidente, pero no cualquier muerte. Un espectáculo dantesco que juntó civilización y barbarie enviando un mensaje claro para quienes pensaban en el pueblo llano. Ese que, manipulado por la prensa de la época, se volvió el verdugo del general. A esa construcción de país se sumó el regionalismo. «La revolución quedó por completarse. El instinto nacional de la clase media no pudo alcanzar adecuada dirección. En los años venideros, aquella oposición de dos geografías sería una de las claves de los violentos cambios del poder».

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Lo habían trasladado en el tren que unía Sierra y Costa. Una idea que nació con García Moreno y el ‘viejo luchador’ puso en acción. En ese tren titánico que había construido lo llevaban a morir. El presentimiento que tuvo seis meses antes se hizo realidad.

Así relata Pareja Diezcanseco la muerte de Alfaro, un único tiro en medio de la frente.

En salvo. Era increíble. Don Eloy se estaba llenando de paz interior. ¿Qué le importaba ya el poder? Vivir, sí, un poco más, para ver a los hijos y dar consuelo a doña Anita. Cuánto silencio en la piedad. El frío le entró a los huesos. Apoyado contra el muro, se frotó las manos, dio vuelta a la cabeza y luego llamó: quería un cajoncito para sentarse.
De repente, como un estallido, gritos y carreras surcaron por los corredores. Las escaleras de fierro sonaron enmohecidas. Tiros de fusil se ahogaron entre las paredes grises. Don Eloy no lo quiso creer. Corrían, se empujaban, ola en furia, reventazón en los acantilados... ¡No! No lo sería. Se acercaban. ¿A qué? No distinguía palabras; eran nudos de garganta desatados los que trepaban a su celda. Y así estaba, recogido, los nervios finos por saber, cuando su puerta se abrió de un golpe. 
El se incorporó, tieso y veraz:–¡Silencio! ¿Qué quieren de mí?Un tiro en la cabeza le hizo caer suavemente, como un desvanecer de piel y huesos. Sus brazos delgados se posaron en el pequeño cajón de madera y allí, sin una seña, reposó. Era la primera y última herida que recibía el Viejo Luchador en más de cuatro decenas de constante batallas.

La carnicería horrorosa del panóptico se trasladó al parque Ejido. En el camino se iban arrancando los miembros. Piernas, brazos y testículos pasaban de mano en mano.

Anochecía. Los árboles se pintaron de crepúsculo. Miradas extrañas y atónitas se acercaban, y todos los balcones vecinos se
llenaron de caras de espanto. Bebieron como locos y danzaron, regando kerosén sobre los miembros apedazados. Crujieron las llamas torcidas. ¡La prueba de saltar de una en una, de dos a un golpe, a la carrera! Olor a carne quemada hízoles abrir las narices.
En la punta de una bayoneta, la barba de don Eloy viajaba iluminada por las llamas.

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