Hablar de democracia en el siglo XXI es como intentar descifrar si un reality show tiene algo de auténtico. Lo que debería ser el sistema más equitativo y justo se ha transformado en un espectáculo, donde las decisiones reales se toman tras bambalinas. En Ecuador, esta tragicomedia política alcanza niveles preocupantes: leyes manipuladas, instituciones que responden al poder de turno y un sistema electoral que más parece un circo de ilusiones. ¿Democracia? No, esto se parece más a una aristocracia moderna disfrazada de votos.
El ciudadano, lejos de ser protagonista, es un espectador resignado en esta gran obra de teatro. Promesas vacías y manipulación mediática son las herramientas del guion. Como dijo Enrique Pinti: “Lo único lamentable de todo esto es que los chicos jóvenes puedan llegar a pensar que las palabras democracia y corrupción son sinónimos.” ¿Estamos acaso permitiendo que esta percepción se convierta en realidad? Parece que sí, cuando el sistema solo busca legitimarse a través de la apatía y la desinformación.
El problema no radica únicamente en las fallas del sistema, sino en su diseño. Esta democracia que supuestamente busca «empoderar al pueblo», en realidad tiene el propósito de mantener un statu quo. El resultado es una maquinaria que simula ser participativa, pero que en el fondo opera bajo los intereses de las élites. Lo más preocupante es que lo aceptamos como normal, como si no existiera otra alternativa.
Refleccionemos con lo que está de moda: El Juego del Calamar, más que una serie, un espejo brutal
El Juego del Calamar no es solo una de las series más exitosas de Netflix; es un espejo brutal de nuestras sociedades contemporáneas y una crítica al sistema democrático moderno. Sus participantes son atrapados por promesas de salvación, pero rápidamente descubren que las reglas están diseñadas para aniquilarlos y, claro, no podrán cambiarlas por más que lo intenten. Nos venden la idea de la libertad, pero cada paso está condicionado por un sistema que no deja espacio para la verdadera elección. ¿Acaso esto no suena familiar?
La narrativa de la serie desnuda cómo las estructuras de poder utilizan la ilusión de la elección para manipular y controlar. En la ficción, los jugadores se eliminan entre sí mientras los verdaderos responsables observan desde las sombras, protegidos por máscaras. En nuestras democracias, los ciudadanos son enfrentados con falsas opciones, mientras los poderosos permanecen intocables. Como señalaron Marx y Engels: “El Estado es el consejo de administración que rige los intereses comunes de la burguesía.” No hay error en esta comparación; es un retrato fiel de un sistema diseñado para oprimir, no para liberar.
Al igual que en la serie, nuestra única esperanza no está en jugar mejor dentro del sistema, sino en rechazar sus reglas por completo. Pero esta resistencia requiere algo que se ha ido perdiendo: la capacidad de organizarnos colectivamente para enfrentar las estructuras que nos mantienen cautivos. De lo contrario, seguiremos siendo jugadores en un juego que está amañado desde el principio y que jamás podríamos ganar.
Ecuador, entre juegos amañados y abusos de poder
Ecuador, nuestro querido país de los cuatro mundos, lamentamblemente es el ejemplo perfecto de cómo una democracia puede convertirse en un instrumento de opresión, como lo señalamos a continuación:
El asalto a la embajada mexicana fue un acto que violó normas fundamentales del derecho internacional, y es solo uno de los tantos atropellos que revelan la fragilidad de nuestras instituciones. ¿Qué mensaje envía un gobierno que interviene un territorio extranjero bajo pretextos políticos? La respuesta es clara: las reglas se rompen cuando resultan inconvenientes.
Por otro lado, podríamos extendernos y detallar sobre la desaparición y asesinato de los cuatro niños de las Malvinas, pero al menos nos queda la seguridad de que los crímenes contra los derechos humanos no prescriben. Y pueden conocer el caso más a fondo en el siguiente video:
Asimismo, la suspensión de la vicepresidenta Verónica Abad, bajo un pretexto administrativo que desafía toda lógica jurídica, es otro ejemplo del abuso de poder. La democracia ecuatoriana, lejos de representar un ideal, se ha convertido en una caricatura de sí misma. Mientras tanto, la ciudadanía, agotada por crisis interminables y violencia cotidiana, observa impotente cómo se pisotean sus derechos. Si esto no es un llamado a la acción, ¿qué lo será?
Pero hay algo que no se puede negar, y nuevamente citando a Enrique Pinti, porque lo dijo mejor: “Al pueblo se lo puede engañar una vez, dos veces, tres veces, con un sandwich de mortadela preelectoral, pero cuando la inmensa mayoría de la gente esté cagada, no los seguirán votando, y si en cambio los siguen votando será o porque las cosas han cambiado, o porque las cosas están como el culo pero la gente no tiene una alternativa válida”.
En Ecuador, estas arbitrariedades no solo erosionan la confianza en el sistema, sino que legitiman la percepción de que las leyes son herramientas al servicio del poder, no del pueblo.
La ilusión de la elección y la deshumanización del voto
La democracia, ese ideal que debería empoderar al pueblo, ha sido reducida a una sofisticada herramienta de control. Nos prometen libertad de elección, pero lo que realmente nos ofrecen son opciones cuidadosamente preseleccionadas que perpetúan el statu quo. Como dijo Byung-Chul Han en La Sociedad del Cansancio: «Hoy nos explotamos a nosotros mismos creyendo que nos estamos realizando.» La ilusión de elección no es más que un espejismo que refuerza nuestra propia autoexplotación dentro de un sistema diseñado para garantizar que todo cambie, solo para que todo siga igual.
El problema no es solo que el sistema esté roto; es que está diseñado para perpetuarse. El voto, que debería ser una expresión de soberanía, se ha convertido en una transacción vacía que legitima un sistema incapaz de representar al pueblo. Esta «democracia» no es un faro de justicia; es una trampa que mantiene a las masas en un estado de resignación.
La democracia contemporánea no merece ese nombre. Es una aristocracia del siglo XXI, donde una élite controla las reglas del juego mientras el pueblo observa desde las gradas. Si queremos algo mejor, debemos empezar por cuestionar esta simulación y atrevernos a construir un sistema que realmente merezca llamarse poder del pueblo.
El Fin del Espectáculo: Hacia una Democracia Real
Como en El Juego del Calamar, la verdadera lucha no está dentro del sistema, sino contra él. Mientras sigamos jugando bajo las reglas impuestas por quienes detentan el poder, nunca podremos ganar. La democracia occidental, y en especial la ecuatoriana, ha dejado de ser una herramienta del pueblo para convertirse en una trampa cuidadosamente diseñada para perpetuar privilegios y justificar abusos.
No podemos seguir llamando democracia a un sistema donde la elección es una ilusión y la justicia, una moneda de cambio. Es hora de rechazar la resignación, de abandonar la idea de que no hay alternativas y de enfrentarnos a la estructura misma que nos oprime. Como bien lo dijo Enrique Pinti: “Al pueblo se lo puede engañar una vez, dos veces, tres veces… pero cuando la inmensa mayoría de la gente esté cagada, no los seguirán votando.” La pregunta es: ¿cuánto más estamos dispuestos a aguantar?
No se trata solo de imaginar un cambio; se trata de construirlo. Este sistema —esta aristocracia moderna disfrazada de democracia— debe ser desmantelado y reemplazado por algo que verdaderamente responda a la voluntad y las necesidades del pueblo. Porque, al final, no basta con criticar las grietas del sistema; debemos convertir esas grietas en el punto de partida para derrumbarlo y empezar de nuevo. No será fácil, pero la historia nos ha demostrado que cuando el pueblo despierta, no hay poder que pueda contenerlo.
¿Estamos listos para dejar de ser piezas en este juego y tomar el tablero en nuestras manos? El tiempo de decidir es ahora.