Por: María Isabel Burbano
La violencia no para de crecer en el país, tanto que también a llegado a las letras ecuatorianas. Este año he leído novelas, cuentos, relatos enmarcados en ese halo de inseguridad y temor en el que vivimos todos. No vislumbraba una novela negra, hasta que llegó a mis manos La máscara del alacrán, el más reciente trabajo de Juan Pablo Castro Rodas, de la que les contaré en estas líneas. En un Ecuador atosigado de mafias, narcotráfico y sicariato, el autor prefiere tomar todo aquello como un paisaje sobre el que dibujar una historia más particular
Primero lo primero, quiero hablarles del teniente Veintimilla, el personaje principal de la novela y un viejo conocido si leyeron La curiosa muerte de María del Río (2016). La historia del teniente probablemente no necesitaba una continuación, pero agradecemos al autor por hacerlo. En esta nueva historia podemos conocer más a fondo al personaje, vemos su transformación de policía a detective (¿no es lo mismo?), compartimos sus soliloquios, reflexiones y por supuesto lo acompañamos a resolver un asesinato, el de un coleccionista de arte que – como es habitual en este tipo de historias – esconde un secreto. Físicamente imagino al teniente como el “Harry el sucio” de Clint Eastwood, solo que más a la ecuatoriana.
Hay que darle una mención especial al gato del personaje, un felino con estilo propio perfecto para el protagonista, taciturno, apegado a la soledad y que solo quiere que lo dejen tranquilo .
Los guiños a la literatura, pintura y otras artes – algo habitual en el autor – conforman otra parte importante de la novela. Una pintura en específico será clave para que el personaje pueda construir un cierto hilo narrativo de la historia. Es bien sabido que un detective debe tener cierta afición artística, no en vano Sherlock Homes tocaba el violín. La influencia de Raymond Chandler es notable, aunque, en algunos momentos, siento también ago de Pablo Palacio aflorando en la superficie.
A medida que nos acercamos al final de la historia, el misterio empieza a resolverse. En algún lugar leí que una buena novela negra no pone fácil a los lectores la identidad del asesino y Castro Rodas hace un buen trabajo con ello. Pasé de la risa, a la sorpresa y a entender el porqué el alacrán – que siempre alcanza con su veneno – es una buena representación de la fatalidad de la muerte. Eso sí, el final – que se vuelve una suerte de principio – deja abierta más posibilidad ¿Veremos a Veintimilla y a su gato en más aventuras escabrosas? Esperemos.